lunes, 30 de noviembre de 2009

Mentiras

Las mentiras.
No sólo vivimos con ellas, sino entre ellas y de ellas. Es una especie de entramado social casi necesario para sobrevivir a las verdades imposibles de aceptar, asimilar, o simplemente decir. No se suele aceptar casi ninguna. La sociedad ayuda a limarlas, a solaparlas.

La primera vez que un niño se topa con la mentira, con alguien que le ha engañado, le escuece hasta las lágrimas, hasta el desgarro de la inocencia.
La sociedad está basada en ellas, tapamos verdades de todo tipo y condición; desde no comentar lo mal que le queda a uno un vestido o peinado, hasta secretos oscuros y peligrosos.

Esa verdad nos la ocultamos a nosotros mismos, por amenazante, porque podría desmontar el precario equilibrio de esa red trenzada por conveniencias, mentiras y verdades a medias; hasta que nos estalla por dentro, despreciando el statu quo social, y enfrentándonos a nuestra propia conciencia, la que teníamos de niños antes de mirar cara a cara a la falsedad. Si nos supera, entramos en la neurosis, pero si la superamos, crecemos más allá de lo social, dejamos sus mentiras para obtener nuestras verdades. Tan duras siempre. Tan necesarias.

Nada hay más aterrador, nada más difícil de asimilar, que encontrarte con la verdad desnuda, sin lazos ni adornos sociales, tal cual es. No estamos preparados para ella. Y superarla nos lleva tiempo. Mucho.

Toda sociedad está basada en el engaño, lo que trasciende al público, nunca es lo real. Lo que se quedan los que manejan los hilos, tampoco. Es más profundo que todo eso; es la incapacidad de comunicar abiertamente lo que sentimos, lo que somos, lo que anhelamos. Sólo los locos y los niños muy pequeños, aquellos que no se han enfrentado a la primera mentira, son los únicos que se atreven a desafiar las normas secretas establecidas. Luego, los segundos, se irán socializando, se les irá introduciendo en el sutil mundo de los engaños, entramados sociales turbios y sinceridades interesadas.

Antiguamente, en algunas civilizaciones, eran a los orates a quienes se les confiaban sus oráculos; sabían que por ellos, ajenos a la norma común, se decía lo que se pensaba.
Así se veía mejor el futuro, viendo cara a cara el presente desnudo.

domingo, 29 de noviembre de 2009

Fantasmas

¿Existen los fantasmas? Los incorpóreos, digo, los otros sin duda alguna.
Los seres más allá de lo tangible, ya sean mitológicos, monstruos, extraterrestres, malignos o benignos, nos han acompañado durante toda nuestra humanidad. La búsqueda de dioses incluida. Es como si nuestra propia compañía se nos quedara corta; necesitamos brujas, hadas, gnomos, trasgos, sirenas, centauros, pegasos, seres imposibles que nos abran las puertas de la imaginación, que trasgredan, por nosotros, las rígidas fronteras de lo posible, que se burlen de la física, lo normal y lo común.

Desde Grecia ya se les permitía a esos dioses, más humanos en sus defectos que en sus virtudes, vivir una vida sin cortapisas, y definir las de sus creadores. Uno se pregunta quién hizo a quién a su semejanza.

Los seres fantásticos, tanto los que nos asustan como los que nos acompañan y ayudan, a pesar de cambiar de apariencia según las culturas o las épocas, se mantienen igual en el fondo: son seres que llegan a donde no llegamos, saben lo que apenas intuimos y nos dan esperanza. La esperanza de que lo mortal no es lo único posible.

Los fantasmas nos muestran el otro lado, las meigas preparan las pócimas que allanarán caminos, las hadas nos protegen, los monstruos nos dan poder sobre la muerte al vencerlos, ya que no hemos creado a ninguno invulnerable; para eso está el ajo, el sol, las estacas, las balas de plata, la tierra sagrada, el agua bendita. No somos tan tontos, si ideamos un Mal buscamos la forma de neutralizarlo, de encontrarnos poderosos con nuestros pobres recursos, como los niños al jugar en algo peligroso que siempre tienen establecido un punto seguro, uno en el que eres invulnerable.

Necesitamos saber que no sólo estamos acompañados más allá de lo terrenal, sino que somos más libres que lo dispuesto por las circunstancias que nos acotan. Para eso existen los fantasmas; nos muestran esa dimensión necesaria para proyectarnos fuera de nuestro miedo básico: No sobrevivirnos.

viernes, 27 de noviembre de 2009

El mundo de Morfeo

A veces, he hablado de los sueños como anhelos, ilusiones, esperanzas, pero hoy quisiera referirme a ellos como lo que vemos y sentimos mientras nuestra mente duerme.

Dejando a un lado a Freud y su interpretación de los sueños -que eso sólo daría para mil fragmentos-, sin meterme en las especulaciones científicas de si son impulsos eléctricos o asimilaciones necesarias para que el cerebro se desconecte y no estalle, sin ni siquiera nombrar que hasta los animales sueñan, o meterme en la polémica de en si son o no adaptativos, obviando el tema de sus fases; ondas alfa, beta, theta y REM, y sin extenderme en sus causas. Sólo hablar de ellos.

Hay personas que no los recuerdan, otros que sueñan sólo en blanco y negro, otros en color, los hay tan vívidos que a veces, te paras a recordar algo soñado y lo mezclas con recuerdos reales. Esas experiencias nocturnas, esa doble vida íntima y reconocible en otros.
Por ejemplo, la sensación de volar, o la de no poder escapar o correr, la de visitar lugares conocidos en los sueños de antes, como visitar una casa en la que ya estuviste en uno anterior, o reconocer a personas amigas de otras noches. Un universo con dimensiones acotadas y reconocibles. Un paseo por mundos familiares.

Una de las cosas que más me encantan de los sueños, es lo bien que te manejas en ellos -si no es una pesadilla, vamos-, me explico; ante una situación que durante la vigilia sería imposible de superar, en este terreno onírico, todo se puede. Si te preguntan algo que no sabes, dices cualquier cosa, sabiendo que no es la correcta, pero con la plena seguridad de que va a colar. Si has de hacer algo que no tienes ni idea, no te amilanas, lo haces, independientemente de que quede bien o mal. Puedes volar si te van a coger, cerrar los ojos y que no te vean, desaparecer o aparecer a placer..., eres libre y las férreas normas físicas del mundo real, aquí no rigen.
Qué liberación saber que estás soñando, que eres invulnerable, omnipotente y omnisciente; tu propio dios, tu mismo adorador.

¿Será por eso que son necesarios los sueños?

jueves, 26 de noviembre de 2009

Desea con cuidado.

Se dice que hay que tener cuidado con lo que se desea, porque puede llegar a cumplirse. De niña esa frase siempre me inquietó; si se anhela algo, es precisamente para que se cumpla, pensaba yo. Y ahora, entiendo algo mejor lo que quería decir semejante contrasentido.
Es verdad, a veces, que el sueño realizado, no es lo que se pensaba; la realidad siempre es bien diferente a lo ideal, en la imaginación, pocas veces, se ven los inconvenientes de lo largamente acariciado. Y los tiene.

Aún así, sigo prefiriendo soñar y luchar por alcanzarlo, que no tener nada por lo que pelear. La motivación que da ese intento, la culminación de ese deseo es tan grande, tan arrolladora, que vale la pena arriesgarse a que su final no sea, en absoluto, el que se pensó tantas veces, de tantas maneras diferentes. La realidad ya se encarga de ir moldeando la idea pura, adecuándola a la vida real, y si sigue en pie, hay que ir a por ella.

Es verdad que cuando llega lo tantas veces acariciado, no es cómo se pensó ni viene en el momento correcto. Las circunstancias no son favorables, o los pasos ya van en otra dirección, o simplemente, ya es tarde para que lo podamos disfrutar como lo hubiéramos hecho cuando se comenzó a caminar en su búsqueda. Pero peor habría sido ni haber dado el primer paso.

A pesar de arriesgarse a encontrarse con ese sueño donde nunca se imaginó que podría estar, es bueno toparse, aunque sea de bruces, con él.

miércoles, 25 de noviembre de 2009

Todo cabe

Hay días en los que cabe de todo;como si cada hora fuera vivida en diferentes lugares: puedes andar entre calles deprimidas donde, para evitar que la gente salte, hay hincados sobre la parte alta de sus paredes cristales que sólo con mirarlos duele; sentarse en el césped verde y observar cómo los niños se divierten mientras los padres, vigilantes, se relajan -quizá los mismos críos que si no tuvieran cristales esos muros, los asaltarían, o los mismos padres que si vivieran más abajo, los pondrían-; asistes a un concierto en una capilla bizantina de clave, viola da gamba y voz de contralto que te retrotrae a ambas épocas, sentada en la tuya propia; te mezclas con personas vestidas con sus mejores galas y perfumadas hasta el mareo, que beben y prueban canapés de sabores encontrados; mezclas a veces afortunadas, otras, menos; tomas un café con amigas entrañables a la que cuentas tus planes, esos que nunca acaban de llegar y que cuando lo hacen, estás en otras cosas ya, y los disfrutas después.

Hay días en los que todo cabe, otros en los que parece que nada sucede, los más van pasando y uno recoge de ellos ese sabor a cotidiano que nos va marcando el ritmo, los menos son los excepcionales; el cúmulo final de un camino que se recorre en los días más humildes, los llenos de esfuerzo, pasitos y pequeñas alegrías, los más normales; de ahí salen los llamados grandes días, todo quimera sin esas horas de atrás. Pero a veces, cuesta tanto andarlas, aunque no hay otra manera de llegar a un sito que no sea con un pie detrás de otro, un día detrás de otro, una ilusión detrás de otra.

Gracias a todos los que me animáis, me leéis, me apoyáis. Los que hacéis que en un día quepa todo.

martes, 24 de noviembre de 2009

Así es

La autocrítica siempre es algo delicado, en general todas las críticas lo son, ya que por muchos argumentos que se tengan de base, siempre el tono es subjetivo, una parte irracional los controla, tendríamos que ser robots para no implicarnos. Y con la autocrítica es evidente que la subjetividad alcanza la parcialidad máxima.
No sólo carecemos del conocimiento ajeno de nosotros mismos, sino que criticarnos es de lo más irreal, a veces nos pasamos y otras no llegamos.

Cuántas veces hemos dado vueltas y vueltas sobre actuaciones que hemos creído totalmente erróneas, o como poco, inadecuadas con respecto a algo o a alguien, y al cabo de los días, no sólo era correcto sino que la gente te felicita. Y por supuesto, al contrario; estar encantados con nuestra actuación y toparse con el descontento general. Eso desconcierta a cualquiera.

Seguro que pocos hay que no se lleven a la cama, rumiaciones sobre el propio comportamiento, análisis pormenorizado de porqués y deberías, y pasarse rato sin conciliar el sueño, recriminando o ensalzando lo hecho ese día. Y casi siempre se llegan a callejones sin salida.

Hay aspectos en los que nos conocemos mejor y ahí sí que atinamos, pero suelen ser donde más veces metemos la pata, quizá por eso los entendemos mejor, la familiaridad ayuda. Y cada vez que alguien externo a nuestro caos, nos lo hace ver, nos desconcertamos por haber caído, otra vez, en lo mismo; "Pero si fui con cuidado, cómo puede ser que volviera a hacer lo de siempre", esa incapacidad de evitar los errores que más odiamos, es irritante hasta el punto de enfadarnos con nosotros mismos durante días.
Pero hemos de seguir viviendo con nuestras equivocaciones y en nuestro pellejo, hay que perdonarse, sí, de nuevo, y darnos unas palmaditas en el hombro, "Ale, ya pasó, metiste la pata otra vez, a ver si a la próxima... ", y así quedamos. Hasta la próxima.


domingo, 22 de noviembre de 2009

Fata Morgana

Los grandes espejismos.
Los hay individuales y colectivos. Visuales y vitales. Los primeros necesitan de condiciones climatológicas concretas y apropiadas para materializarse, como los oasis que flotan sobre el desierto, bajo una sed y un calor extremos; refugios que la mente crea porque el cuerpo los necesita.
También están los que surgen al otear el horizonte, normalmente desde el mar, y se deben a una inversión de las temperaturas. Donde no hay nada, se contemplan castillos, acantilados, islas, ciudades enteras, son las fatas morganas, hermoso nombre.

Los espejismos colectivos suelen darse cuando muchos, a la vez, llegan a proclamar por sugestión, que son testigos de lo que no existe, añadiendo detalles entre todos para ayudar a creérselo.
Mientras sean ilusiones ópticas, todo va bien, es una experiencia inquietante, cierto, pero bella. Un arco iris mismo, un halo luminoso rodeando la luna, una figura que no está donde se vio. Todos hemos experimentando un tipo u otro de engaño visual.

Lo peor de los espejismos es cuando dejan de ser una imagen, más o menos onírica, más o menos etérea, y pasan a ser una actitud vital, es decir, cuando lo que vemos no es lo que hay, sino una realidad basada en luz, humedad, contrastes y aire. Se pueden crear entre dos y vivir bajo ese hechizo tan a gusto incluso, hasta que un cambio vital venga a romper la pompa de jabón que con tanto cuidado han ido manteniendo, yéndose todo al traste.

Si el espejismo es sólo de uno, es más difícil de derrumbar, ya que no hay nadie más tenaz en el arte del engaño que el que lo creó, pero aún así, finalmente estallará.

Los espejismos colectivos son más serios, ya que pueden pasar de ilusión a convicción, y ya en ella, lo que se mire, puede estar tan distorsionado, puede modificar tanto el comportamiento individual, que se diluya entre la totalidad de las acciones.
Si lo que se cree es positivo, todo va bien, al menos, hasta que se deshaga la ilusión, pero si lo colectivamente aceptado es una aberración, el mundo puede llegar a temblar, como sabemos que lo hizo, que lo hace, que lo hará.
Romper ese espejismo es más costoso, pero una vez en el suelo, nadie nunca dirá que vio esa fata morgana, esa vida ideal, esa ideología equivocada. Nadie. Sólo eran espejismos.




jueves, 19 de noviembre de 2009

Ruinas

Hay veces que un edificio en ruinas, o en esa fase de demolición en la que todavía no es puro escombro, queda como partido, mostrando impúdicamente lo que las paredes ahora inexistentes guardaban; las distintas habitaciones con sus papeles pintados, algún cuadro, muebles que no se quisieron llevar o no pudieron, porque les pilló desprevenidos su hundimiento, sanitarios, objetos que de lejos nos recuerdan a los que tenemos en casa: lámparas, muñecos, alfombras. Sobrecoge.

Es el cuerpo agonizante de lo que todavía no está muerto, del que estuvo vivo. Es desolador, incluso inquietante, ver abiertamente aquello que la gente que habitaba en ese espacio, ahora roto, utilizaba y quería. Intimida un poco, como si estuviéramos espiando algo indebido, mirar esos espacios descarnados que los acogía. Era el hogar, el refugio del mundo de unos propietarios que forzosamente han tenido que abandonarlo. Habitaciones que nunca habríamos visto y ahora se muestran desnudas, impúdicas pero a la vez, turbadas, incompletas, asustadas, abandonadas a su suerte sin acaban de entender qué ha sucedido.

Una de las imágenes más impactantes tras una catástrofe, un bombardeo, es la de esos edificios abiertos, destrozados, imposibles de habitar pero todavía llenos de lo cotidiano, igual que una casa de muñecas a la que se puede ver con un simple movimiento de sus paredes, pero siniestra.

Contemplar las ruinas de algo que en su día nos acogió, siempre duele.

miércoles, 18 de noviembre de 2009

Autoengaños

Muchas veces, a la hora de solucionar un problema, nos atascamos, no le vemos el resultado, chocamos una y otra vez contra él, le damos vueltas y vueltas, nos quita el sueño.
En esos casos lo que hay que hacer, simplemente, es buscarle otro enfoque. El atascón suele estar ahí, en un planteamiento erróneo. Con darle la vuelta, mirarlo desde otro ángulo, se suele aclarar en seguida. Lo difícil, claro, es colocar las piezas en otro orden, cambiar por completo las premisas, y como dice Holmes; "De todas las posibilidades, la única que se mantiene en pie, será la verdadera, aunque parezca imposible".

La vida real se nos atasca en puntos muertos porque no sabemos redirigirlo, hay que quitar lo que sobre, lo que nos distrae impidiendo ver la solución, apartando variables, incluidas las que nos vienen mal, y una vez resituado, la conclusión es evidente. Entonces hay que enfrentarse a ella, ya que no siempre, nos gusta esa resolución -quizá por eso mismo, se tardó tanto en verla-, pero eso ya es otro tema.

La verdad desnuda no suele gustar, la vestimos, adornamos, a veces, hasta desfigurarla tanto que escondida en capas, desaparece. El tiempo suele ayudar; la perspectiva que nos da, esa lejanía necesaria que nos separa y nos quita protagonismo, suaviza el dolor y nos sitúa fuera de nosotros mismos. "Consúltalo con la almohada", consejo práctico que no suele defraudar; parar la mente es imprescindible dejarla sola, darle su tiempo para despojarse de los engaños, conscientes o inconscientes, que le hemos ido añadiendo. Sabemos más de todo si no nos empeñamos en creer que lo sabemos.

La intuición, esa alarma que nos avisa, a la que no hacemos caso cuando no coincide con las expectativas, es más sabia de lo que creemos, o queremos creer. Las corazonadas se confirman. Pero aún así, a pesar de la evidencia, de la experiencia directa, nos resistimos a hacerle caso, si nuestros deseos van en otra dirección; liamos la realidad, acoplándola a nuestro gusto, a la carta. De ahí a enfrentarnos con problemas irresolubles, hay poco trecho.

Quién no se ha calzado el zapato de Cenicienta, a pesar de que no nos ajuste, o, como en el cuento original, cortándonos un dedo para que nos quepa, si eso es lo que creemos necesitar para que se nos cumplan los sueños. Sueños, que una vez desenmascarados como quimeras, se caen a nuestros pies, doloridos, por haber tenido que andar con unos zapatos equivocados.

Aún así, los pasos dados con ellos, la ilusión del engaño, puede valer la pena; ya nos los quitaremos cuando sean insoportables. Los errores son parte de la vida. Y tenemos derecho a ellos.

lunes, 16 de noviembre de 2009

Verlo

Un día cualquiera, normal, como todos, puede dejar de serlo de inmediato. Un accidente, un encuentro, una novedad, un giro insólito que ataca directamente la rutina, agitándola y despertándonos. Que el suceso sea bueno o malo es independiente, con que sea inesperado ya cumple.

A partir de él, se crearán nuevos movimientos, desajustándolo todo; horarios, ideas, sentimientos, acciones, pensamientos. Nada quedará indiferente, hasta que de nuevo, la normalidad lo suaviece, limando los cantos de lo extraordinario hasta que se domestique, sea manejable.

Lo bueno está en que no se necesite de un acontecimiento, feliz o no, que venga recordarnos lo que tenemos, que esa rutina no llegue nunca a ser una losa, que las horas no se repitan, que las pequeñas cosas se encarguen de diferenciarlas, recuperando esa capacidad infantil, incansable, de sorprenderse siempre con lo mismo, porque un niño jamás ve nada igual. Saben que cada piedra del camino cuenta una historia y que si las sabes escuchar, nunca es la misma.

Es convocar conscientemente el asombro, el descubrimiento y la añoranza que teníamos, o tenemos, cuando las circunstancias nos eran, o nos son, novedosas. Intentar ver lo viejo como nuevo. Las personas sentenciadas por una enfermedad mortal e inminente, apuntan que aquello que despreciaban por habitual ahora lo encuentran de lo más excepcional, ven lo que habían dejado de mirar. La vida.

Uno se habitúa sólo a respirar y quizá eso sea el problema.

domingo, 15 de noviembre de 2009

Cafés

Cafés, conversaciones, humo, palabras, risas, paseos. Vidas que se encuentran, momentos inmortales que construyen la base para nuevos cafés, conversaciones, risas, paseos.

Unos vienen, otros se van, a veces para siempre, y aún así en esa ausencia, nunca acaban de desaparecer. Encuentros fortuitos, lazos fuertes, relaciones superficiales, amistades imprescindibles, gente. Y nosotros mismos somos gente para la gente, siendo parte de ella. Nuevas experiencias que nos sorprenden porque podrían habernos ocurrido a nosotros, abriéndonos los ojos a cirucunstancias lejanas a las nuestras. Atentos, no queremos perdernos palabra, risa, sorbo, paso.

Compartir, engañar a la soledad, buscar la compañía de los que nos son gratos. El cosquilleo agradable del encuentro previo, la sonrisa que se nos escapa al vislumbrarlos de lejos, la risa franca en el encuentro. Maravillosa sensación estar a su lado. Hay personas especiales que nos tocan todas las cuerdas; que hermosa melodía. Que especial te sientes. Qué difícil encontrarlas, no hay tantas, pero cuando sucede, lo sabes. Esa risa tras ese café, rodeada de humo, sorbiendo las palabras que surgen del eco de los pasos, en ese paseo que ahora es eterno, estar bien, completo, feliz. Dando un paso detrás de otro, compartiendo el mundo que te ofrece, que ofreces. Nada más intenso. A veces, doloroso.

Necesidad de saberte parte de alguien, de ser alguien para alguien. Sin eso, que vacío, que tristeza se arrastra a lo largo de los días, de la vida.





viernes, 13 de noviembre de 2009

Ojos cerrados

Cerrar los ojos, relajarse, permitir que el tiempo transcurra, por el mero placer de dejarlo marchar sin necesidad de más, es tan necesario como aprovecharlo, mimarlo... hay tan poco. La soledad así convocada se llena de uno, acaparando la totalidad del instante.

La mente libre vuela recorriendo caminos ya hollados o se aventura por sendas desconocidas, buscando aquello que ni nosotros sabíamos que queríamos encontrar, pasos etéreos que recorren atajos imposibles de ver con los ojos abiertos, distraidos por la vida, atareados en ella, sorprendiéndos con imágenes imposibles que vienen a tocarnos el hombro, suavemente, despertándonos inquietudes, renovando posiciones, ayudando en esa oscuridad intima a ver lo que la luz nos ciega.

La armonía de la soledad buscada, de los sentimientos libres, del intento de comprender el absurdo coherente de un tiempo, del Tiempo que tenemos, que hemos de tejer con sueños realizados. Pero primero los hemos de desear.

Cerrar los ojos, escucharnos desde dentro, saber que sólo ahora, solos, estamos más cerca de todo. De nosotros.

miércoles, 11 de noviembre de 2009

Mundos perfectos

¿Y si un día no hay ya nada que decir?
¿Y si ganan la partida los libros más derrotistas de ciencia ficción, ese mundo feliz, ese gran hermano, la quema de libros a 450 grados fahrenheit, los morlocks?
¿Y si se consigue que la Humanidad deje de tener conflictos, ya sea en laboratorios o por condicionamiento?
¿Cómo sobrevivir al no enfrentamiento, a la ausencia de superación, a la injusticia, a la felicidad fácil?

Creo, sinceramente, que ese día nos extinguiríamos como humanos, incluso como raza, ya que al dejar las contradicciones atrás, al no tener que superarnos haciendo fútil cualquier decisión entre el bien y el mal, reducirnos a una sonrisa blanda, sin preocupaciones, nos anularía. Nos despojaría de cualquier necesidad de superación, deambularíamos entre una sociedad perfectamente alienante. No lo soportaríamos.

No tener que trabajar en lo que no nos gusta, conformarnos con lo que tenemos tan felices sin revolvernos por dentro buscando la manera de trasgredir las barreras que nos impiden ser..., no veo nada más aterrador. Dejar de ser humanos, débiles seres plagados de contradicciones, emocionalmente básicos, capaces de las hazañas más grandiosas y de las más deleznables, comprometiendo continuamente nuestra incapacidad para ser felices, la que nos hace recorrer más camino que si lo fuéramos.
No, no me gustaría vivir en ese futuro perfecto, mejor me quedo en un presente imperfecto, con todo lo que conlleva; dudas, errores, dolor, superación, incertidumbre, éxito y sueños, esos sobre todo. Qué haríamos sin ellos; en ese mundo perfecto sobrarían, y si eso ocurre, los humanos dejaríamos de serlo.

Quién querría renegar de sus esperanzas, quién no elegiría un libro y empezaría a memorizarlo, quién no intentaría escapar al control supremo..., sin sueños, nadie. Qué horror, que final más devastador para el ser Humano, dejar de soñar.

lunes, 9 de noviembre de 2009

Dimensiones

Hay momentos, que cuando los estamos viviendo, sabemos con total certeza, que vamos a recordarlos siempre. Otros se quedan contigo sin haberte dado cuenta, mientras los tenías, de que lo harían. Muchos se olvidan y sólo se recuperan cuando se está bajo unas circunstancias muy similares a las que se dieron al experimentarlos. Algunos hay que se desean olvidar, y a veces, se consigue.

La evocación del tiempo vivido está dentro de cualquier momento. Si nos paramos a pensar, es como si manejáramos a la vez el presente con las imágenes de otros presentes, ahora pasados, añadiendo como una sombra a lo que hacemos, creando una dimensión que lo enriquece.

Hacemos algo y mientras ese acto se va introduciendo en nuestra memoria, incorporándose a nuestro yo, inmediata e inconscientemente el recuerdo de algo parecido se presenta ante nosotros, ampliando el momento, dándole un relieve y una importancia mayor. Es la perspectiva del ahora desde los muchos "ahora" pasados.

Nuestra mente maneja más de una idea, y que dos, a la vez; piensa en lo que hacemos, nos lo analiza, nos lo sitúa rebuscando similitudes y llama a las emociones, para que vengan a completarlo aún más, sumiéndonos en una realidad de la que no solemos ser conscientes.
El proceso de nuestra mente va por libre. Es un gobierno del pueblo para el pueblo pero sin el pueblo. Aún así, seguimos siendo nosotros los que disfrutamos de esos momentos infinitos, experiencias que sentimos bajo una dimensión perfecta; desde el mismo instante ya las estamos recordando, las vemos como las veremos en la añoranza mientras están ante nosotros; el continuo del tiempo se cierra y abre en ellas. Son circulares y eternas. Hay pocas, pero las que nos llegan, se quedan para siempre.

domingo, 8 de noviembre de 2009

No juzgarás

No digas; de este agua no beberé y este cura no es mi padre. Refrán que ensalza, sobre todo, la humildad; no nos creamos mejores o diferentes a otros, no juzguemos -terrible palabra- a nadie, por qué quién nos asegura que no tendremos que beber del agua que ahora renegamos o sobrevivir a un oscuro secreto, uno que deje en pañales a los que están ahora a la vista, listo para criticar.

Creo que lo peor que uno puede hacer es juzgar, no, opinar o tener un punto de vista, sino juzgar, emitir juicios de valor sobre alguien o algo, elevándose así por encima de lo juzgado, ir por ahí andando sobre nubes, creyendo que se está a salvo de los errores que ahora indica o muy superior a quienes pone en tela de juicio.

Las circunstancias de cada uno son, junto con la personalidad, los que van atando actos, acciones y reacciones. Sólo bajo esos mismos parámetros se podría intentar una aproximación a comentar qué pasa. Sin todos los datos es imposible dar un veredicto justo.

No digo que todo valga, o que cualquier acto esté justificado porque ha venido dado por circunstancias concretas. No, no es eso, en absoluto. Pero eso sería debate de otro fragmento, hoy es otro.
Cada uno es libre de definir lo que cree bien o mal, con lo que está de acuerdo y en desacuerdo, qué es ético y qué deja de serlo. Somos libres de elegir nuestros puntos de vista. En lo que no deberíamos sentirnos tan sueltos, es en imponer esos criterios sobre los demás, en juzgar a nadie, colocándonos en un pedestal que no nos toca.
Sí, abrir los ojos y ver cómo va el mundo, pero no, poniéndonos a nosotros mismos como raseros.

Ya se sabe, el agua que nunca pensaste probar puede ser lo único que tengas a mano para no morir de sed algún día.. , y si no pasase así, mejor, pero al menos, saber que la línea que separa el bien del mal, es más tenue y frágil de lo que se piensa.

sábado, 7 de noviembre de 2009

Tormenta

Hoy el cielo tenía color de tormenta, sus nubes revueltas, grises, amenazadoras sobre un azul turbio a punto de estallar. El viento agitaba las ramas de los árboles y creaba pequeños tornados de papeles, hojas y basura por las calles. Caían gotas gruesas, calientes, que venían a estamparse contra el suelo. Y una luz, ¡qué luz!, blanca, intensa, sobre un negro amenazador, tiñiéndolo todo de reflejos vívidos, logrando que las cosas se realzasen, creando un efecto como de pintura hiperrealista, alejando la imagen cotidiana. Ese tono tan blanco eliminaba la tercera dimensión, reduciendo la ciudad a dibujo, a simple boceto. Andar por ella era casi irreal, con el viento en contra, las gotas impidiendo la visibilidad, la luz fantasmal, el ruido, casi eco, de la tormenta que no acababa de romper. Pasear bajo esa amenaza controlada es siempre estimulante.

Claro, que sufrir ese cielo, por ejemplo, en el mar, donde la naturaleza en vez de hermosa es terrible, no debe ser, para nada, placentero, sino espantoso; depender de su capricho, estar a merced de esas nubes, ese cielo negro y blanco, ese viento que te puede arrastrar al fondo, no es bello ni siquiera trágico, es algo más profundo, más aterrador; es comprender lo pequeños que somos, lo frágil que es la vida, lo lejos que estamos de dominar los elementos, cosa que en una ciudad, arropados, es tan fácil de creer; aquí, bajo techo, nos engañamos con una autocomplacencia, con una superioridad infantil y miope, tan falsa como torpe.

Qué diferente es todo dependiendo de las circunstancias. Pero aún así, qué tarde más hermosa ha sido ésta.

viernes, 6 de noviembre de 2009

Lo invisible

Cada nota tiene un color, cada color se puede asociar a una emoción que a la vez se puede asimilar a una situación. La física nos trae lo intangible, nos dibuja la melancolía sonando en tono menor, en grises azulados, con olor a niebla reflejada en lagos plateados; la ira, de acordes aumentados, roja, veteada de terribles tonos negros, oliendo a furia, a ruido; la alegría, en contrapunto, brillante, suavizada por matices verdes, amarillos, ocres, impregnando el ambiente de olor a yerba fresca, a rocío tímido.

Lo interno, lo inexplicable, lo que sentimos y no sabemos definir, nos invade, necesitamos de lo externo, de su explicación, de entendernos y concretarnos. Si nos observamos, si vemos lo que realizamos o cómo, tendremos la expresión física de lo que nos remueve por dentro, en todo; los pasos al andar, más firmes o torpes o quedos; la letra, más suave, redonda, picuda..., lo que hacemos nos informa de nosotros mismos, de esas emociones que nos invaden, siempre, aún cuando no lo sintamos. No sólo cuando se nos desbordan están ahí. Nos acompañan, nos guían, nos indican que vamos bien o mal o no vamos.

Hay que estar atentos a lo que nos sucede, abservándonos ser, sintiéndonos movernos, comprendiendo a cada momento qué color, qué aroma, qué armonía tocamos.


jueves, 5 de noviembre de 2009

Bancos

Pusieron bancos en mi calle y pensé; "¿Para qué los ponen?, es una calle urbana, mas bien fea, no hay parques ni siquiera se agranda la acera". Bueno, fue ponerlos y llenarse de gente. Personas que antes sólo paseaban, ahora los ocupan.

Me equivoqué completamente, y si pusieran más, no hay duda de que más gente los utilizaría. He ido observando a los usuarios y dependiendo de la hora del día los acaparan unos u otros; por la mañanas, gente que viene y va de la compra; a medio día, padres con niños llenos de libros; a eso de media tarde, ancianos que juntos van hablando espaciadamente y observan el ajetreo de la calle; al atardecer jóvenes y personas cansadas de la jornada; al caer la noche, hispanoamericanos que hacen tertulia todos juntos, familias enteras que salen de la casa para conversar alegres; muy muy tarde, mejor no ver quienes los ocupan, pero se sabe por lo restos que dejan a la mañana siguiente.

Los bancos, a pesar de estar en la acera, mirando a los edificios, a los comercios, ni siquiera a la calle, tienen un éxito rotundo. Se sienta gente viendo pasar gente, se van intercambiando; es como verse desde esos asientos a ellos mismos andar, trabajar o comprar. Sentados se contemplan recorrer las calles, observan su humor, se relajan, quietos, encantados de ser, en esos momentos, quienes están ocupando los bancos. Ya habrá tiempo para dejar ese rato de descanso, ya habrá tiempo para que otros, los que ahora se ajetrean, les observen con alivio.

Me equivoqué del todo pensando que para qué esos bancos.

miércoles, 4 de noviembre de 2009

La caja de latón

No hay nadie que no tenga una caja de latón guardada, llena de recuerdos, ilusiones, anhelos y suspiros; en ella está esa parte íntima que sacamos de su escondrijo, casi a escondidas, como si conspiráramos contra la vida, cuando no nos ve nadie, cuando hartos del barullo de afuera, buscamos reencontrarnos con esos sueños nuestros envueltos en un papel de seda crujiente para compararlos con los de ahora, y comprobar que no se van tanto, que en realidad, siempre hemos deseado lo mismo, siendo nosotros iguales de niños, de jóvenes, de adultos, como lo seremos de ancianos. Los ojos que nos miran en el espejo al buscarnos siempre nos observan con la inocencia de quien no sabe muy bien qué hace detrás del azogue.

El jaleo diario, la inercia, los logros sociales y personales no son nada comparados con esa cajita de latón, la que se guarda en lo más hondo del armario, entre jabones, toallas y ropa blanca o en el altillo, bien resguardada de posibles curiosos. Nuestra esencia representada en recortes, juguetes, apuntes, diversos objetos sin sentido para nadie que no seamos nosotros, sin magia para quien no los sabe ver con la mirada del recuerdo; se confundirían con su forma, dejando de ver su fondo.

Todos somos especiales en algo, tenemos el don de aquello que mejor hacemos, a donde regresamos tras un día cansado, buscando las actividades que más nos gratifican, las nuestras; ese libro empezado, quizá esa receta, la quiniela, repasar la ropa, bordar, crucigramas guardados de revistas encontradas, la guitarra que nos envuelve, un bordado que adornará el cojín, ese partido, aquella serie..., tantas cosas como gente hay, todas igual de válidas porque cumplen su misión: la de aguardarnos en casa, junto al rincón secreto de la caja, para dar sentido al día a día, hacerlo más nuestro.
Son en esos momentos únicos y privados, repasando con los dedos los objetos invisibles de esa cajita de latón, lo que nos da la sensación de que estar vivos vale la pena.

martes, 3 de noviembre de 2009

Reírse

Pocas cosas hay mejor que reírse en compañía. Una conversación estimulante o caminar bien acompañada por calles solitarias, una noche, hablando de todo y de nada, o como dije un día, compartiendo el silencio, son otros de los tesoros más íntimos y renovadores.

Pero hoy quiero hablar de la risa, de ese pequeño gran placer que logra que las cosas si sitúen, cobren sentido y nos predisponga a tener un buen día. El sentido del humor, el saber reírse del mundo, y sobre todo, de nuestro mundo, de nosotros mismos, es la mejor baza para entender el sinsentido con el que a veces se te viene todo encima. Es un lujo que se suele menospreciar, como casi todo lo sencillo y cotidiano, que paradójicamente, es lo que más se echa de menos cuando falta.

Si uno se toma demasiado en serio, malo. Se pierde perspectiva, se toca techo, dejas de crecer. No hay nada que no permita un resquicio para que entre la risa, abriendo ventanas y aireando ambientes. Nada. Si pierdes la sonrisa, la carcajada franca, lo pierdes todo.

Compartir ese humor con los que te rodean, sonreír o reír hasta las lágrimas, es una de las situaciones más gratificantes que existen.
Y cuando más se han de tomar las cosas en broma, es cuando peor van. Es un antídoto que no falla.

lunes, 2 de noviembre de 2009

Rotos

Lo roto no se puede enmendar sin que se note. Con buena voluntad quizá, guiñando un ojo, se procure disimular el estropicio, no ver ese pegamento, a pesar de ser evidente y venderse como invisible, o ese remiendo cosido con maestría o tal vez esa relación de amistad, compañerismo o de cariño en la que algo se deterioró y ahora, en un acuerdo tácito, los implicados hacen como si todo siguiera igual; "Buenos días", "Sí, claro, un café", "Qué bonito día", y se saludan olvidando, recompuestos por el pegamento social. Es lo correcto. Si nada se dice, nada pasa.

Lo normal es que el remedio aguante, sólo en lo verdaderamente equivocado, no sólo no sirve el parche, sino que trae consecuencias desastrosas para los protagonistas. Lo estropeado, lo no dicho, lo acumulado, puede tapiar vidas enteras, anular emociones, silenciar sufrimientos. Detrás de muchas violencias, suicidios, huidas, vidas perdidas, hay terribles secretos; rotos irreparables, en los que ni se quiso ni se puso un mínimo intento de arreglo, de cuidado.

Qué duras esas vidas truncadas, irrecuperables, vaciadas por ese agujero creado al no sacar a la luz, en el momento de romperse, esa inocencia truncada, ese primer golpe, el primer desliz, el miedo paralizante, el no enfrentarse a la pérdida de lo intacto; el no remediarlo, ni intentarlo.
Negar la situación, coger los trozos y esconderlos es aún peor que tirarlos, así se evita admitir el estropicio. Peor que una mala enmienda.

Y una vez aprendiendo a malvivir entre los pedazos, es todavía más difícil saber que algo se ha roto, que esa bofetada no es justa, que ese insulto lo es menos, que llorar en un miedo silencioso, no es arreglar nada.

domingo, 1 de noviembre de 2009

La no acción

Según el Tao, el libro del Camino, la no acción es la más positiva; el hecho de saber esperar, no afanarse, da mejores resultados que ir a todas partes sin más.

"Cuando nada se hace, nada queda por hacer", también dice; "La verdadera sabiduría se alcanza, dejando que las cosas sigan su curso. Nada se logra interfiriendo".

Visto con los ojos de Occidente suena extraño, rozando incluso el desacato, codeándose con la pereza y el desánimo. Pero visto con los ojos rasgados de Oriente, no. Para nada es una incitación a la inactividad, a no ser dueños de nuestros destinos, a dejarnos en manos de quien sabe quien. No. Es más bien la serena certeza de que hay que saber que la realidad se nos escapa de las manos, la humildad milenaria de entender que el afán humano no depende sólo de nosotros, sino de todos, como fichas de dominó que se colocan una detrás de otra y que al tirar la última, por arrastre, hace que caiga la primera, que además, no sabe por qué cayó: No hizo nada. Sólo estaba allí. Como todos nosotros, que estamos donde estamos y hacemos lo que hemos de hacer, con todas nuestras fuerzas.

Pero hay un punto en el que hay que saber esperar, porque ya no depende de nosotros, sino del resto del juego. La no acción, en este caso, es aguardar serenamente, con sonrisa milenaria, a que las demás fichas caigan y nos vuelvan a situar para renovar fuerzas y seguir adelante con nosotros mismos.

Aquí, sin más poesías, se le llama suerte.