miércoles, 30 de septiembre de 2015

Relato, 4 y última Parte: La cena

El marido, agobiado, callado, encontró en su cuñado, el segundón, y la mujer de Alejandro, su misma actitud. Miraban hacia todos los lados posibles, disimulando que estaban ahí. Los primos, callados, sin haber encontrado un punto de complicidad entre ellos, se habían cerrado al entorno y cada uno se martirizaba por no haber podido cumplir sus planes. El resto se había lanzado a una batalla campal pertrechados con todas las armas y actitud del vencedor: nadie iba a ceder. “Qué lástima de cena”. Y se dedicó, con la cuchara, a dibujar en el plato, con el resto de la fresa ablandada, rayas y círculos.
En el fragor de la batalla, se sacó el tema del testamento, de la herencia, de las partes que tocarían a unos y a otros. Su mujer enarbolaba que si no le pagaban más, ella debería tener más parte; los demás arremetían con furia calculada sobre esa proposición y los otros, cada vez más empequeñecidos, se dirigían unas sonrisas tímidas y avergonzadas de quien conoce al causante de alguna vergüenza pública.

Nadie había subido a ver a la madre, anciana inválida, que desde arriba se enteraba de todo, porque sus facultades mentales estaban intactas. No era la primera vez que era testigo de semejante sangría. Su mente estaba tan lúcida como maltrecho su cuerpo. Pidió a Elena, la sirviente, una chica dulce y educada que la cuidaba, que la incorporase un poco, y abriera la puerta para poder escucharles. “¡Ay, hija! De verdad que me apena que tengas que oír esto”. “No se preocupe, señora”. Y disimulaba, como si los que estaban sacándose los ojos no fueran carne y sangre de la anciana cariñosa y amable con la que pasaba las tardes, leyéndola, sacándola a pasear y aprendiendo de las anécdotas que ninguno de sus nietos quiso ser depositario. “Anda cierra ya. Aburren, siempre con lo mismo”. “Si”, “¿Quieres jugar un rato a las cartas? Con este ruido me será imposible dormir”. “Vale, buena idea. ¿a qué le apetece jugar?” “A la canasta, ¿quieres?” “Sí”. Y Elena, cerró la puerta, cogió la baraja del cajón de la mesita y empezó a repartir.
La anciana la miraba con cariño y respeto. Estaba tan a gusto con esa joven llena de vida, ganas de aprender; le había aconsejado estudiar y ella, ilusionada le preguntó si valdría, “Claro que sí, preciosa. Yo te ayudaré”. Y se matriculó, y entre las dos estudiaban para los exámenes, visitaban museos y cines.
“Qué cariñosa es se decía, como muchas otras veces, cuando la observaba moverse, atenderla, estudiar concentrada. Cuánto se va a sorprender, y no sólo ella, cuando se lea mi testamento y sepa que se lo dejé todo.”
“¿Tiene buen jugada, señora? No para de sonreír, seguro que tiene una buen baza y gana”.

“Seguro, no lo dudes, pequeña. Seguro”.

lunes, 28 de septiembre de 2015

Relato, 3 Parte; La cena

Alejandro fue el tercero en llegar junto con sus padres, los tres más bien callados, y con una tensión que se podía cortar, entraron para completar el número de asistentes a la cena. Saludaron al resto y la anfitriona, con la sonrisa falsa y nerviosa pegada a los labios, que se le había puesto desde el primer timbrazo, ordenó a Elena, la chica interna, que sirviese la cena. Dijo dónde tenían que sentarse todos y una vez colocados, tras el ajetreo de sillas y servilletas desplegadas, dejó que un silencio incómodo y espeso se instalase entre todos. Los entrantes, unos fiambres comprados para la ocasión, ayudó, al menos, a tenerles ocupados. Las primeras frases se gastaron en albar la cena, no con gran entusiasmo, ya que lo que se servía tampoco era para tanto, pero rompió el silencio denso para ocuparlo por un silencio más ligero.
Santiago sudaba a medida que iban acabando los platos, conocía a su mujer y sus sonrisas falsas no le engañaban, suponiendo que a los demás tampoco. A su lado estaba el hermano mayor de su mujer, Alejandro, que serio, se limpiaba la boca tras haber mojando en la salsa; tenía la actitud del cazador avezado que no se va a dejar sorprender por la presa, a pesar de lo mucho que cueste tenerla a tiro, sabedor de que no va a errar. Su mujer, Carmela, una coqueta insustancial, tan estúpida como a simple vista parece, le miraba de allá para cuando, con el miedo de quien tiene una orden que cumplir y no sabe si meterá la pata, si será capaz de llevarla a cabo; observaba todo con sus ojos agrandados por el excesivo maquillaje que no cubría completamente las imperfecciones y signos evidentes de una edad que quería ocultar. El hijo, guapo pero insulso, no seguía para nada los intentos de Sara para conversar, haciendo que la muchacha quedase patética al reírse sola de sus propios comentarios. Al lado de su hija, sentada con la rigidez que la caracterizaba, estaba su cuñada, con la cara de quien no va a dejar pasar ni una. Llevándose a la boca la cena como si estuviera envenenada. “Una lástima de cena”. Suspiró y deseó que no fuese demasiado catastrófico el desenlace.


Y como todo llega, su mujer abrió la boca, en pleno helado de fresa y nata con sirope, para decirles lo que habían venido a escuchar, y de lo que se habían protegido desde casa. “Bueno, ya sabéis que mamá… “ No pudo decir más, las defensas preparadas de antemano surgieron a la vez. Un guirigay de palabras entrecruzadas ininteligibles, pero predecibles, clamaron al unísono, donde “no pienso ceder más”, “no creas que vas a poder abusar así”, “pues llévala a un geriátrico”, “al menos así, sabremos dónde va el dinero”, retumbó por el salón, amargando el helado que se derretía, indefenso, en los platos.

jueves, 24 de septiembre de 2015

Relato, 2 Parte: La cena

No era Alejandro, sino la tía Marisa con su marido, Alberto. Era la pequeña, aunque a estas alturas, con los cincuenta bien cumplidos, quedaba ridículo que lo estuviese recordando continuamente, no tuvo hijos, “Por egoísta, y ahora mira, más sola que la una” decía siempre con un reproche y una maldición velada, que el marido nunca acabó de entender de su mujer, la anfitriona de la cena. Eran cuatro hermanos, dos chicas; Marisa y ella, Marta, y dos chicos; Alejandro, el mayor y Andrés el segundón, como despectivamente le llamaba también su mujer; “Ése nunca hará nada, ya verás” y de nuevo le sumía en la atmósfera amarga con la que rodeaba a la familia, “Son todos unos don nadies que se creen dioses. Siempre criticando y dándose aires, y diciendo qué se ha de hacer; ellos los perfectos, y mira, ¿quién es la que se ha quedado a mamá? ¿Quién es la que carga con todo? ¡Ellos no, claro!, ellos sólo saben criticar y escurrir el bulto. ¡Pues se acabó! Ya estoy harta”. “Vale, cariño, tranquila, no te sulfures. Haz lo que tengas que hacer”. y se marchaba con el periódico al jardín, esperando que se le pasara el enfado, sabiendo que hasta la siguiente factura aguantaría sin despotricar. Por eso le extrañó tanto que así, en frío, le dijera, camuflado en consulta, que iba a dar una cena para los hermanos. “¿Cómo lo ves, cielo?” Y él que sabía cómo tenía que verlo, le dijo que “adelante, cariño, seguro que es una buena idea”. Y sin más, viéndola contenta tras la inútil aprobación, se olvidó. Hasta hoy; el día de la cena.

 “Tu hermana es una arpía”. “¿Y qué quieres que haga?” “Pues no vayas”. “Mujer, he de ir, quédate tú si no te apetece, pero mamá… “ “Sí, claro, la excusa ideal. Sabes perfectamente lo que quiere; más dinero, y yo no estoy dispuesta”. Alberto hastiado, cansado de la eterna conversación, intentó ponerse en su sitio, uno que había perdido antes de ocuparlo. “Pues no vengas”. “Sí, eso, y así te podrá ningunear y sacarte más dinero para cuidarla. De eso nada, voy contigo”. Y le dio el día, el viaje en coche y no cambió de actitud hasta que le abrieron la puerta en casa de la hermana. Saludó a la cuñada con una gran sonrisa y empezó a alabar las mejoras de la decoración con una ironía hiriente que era imposible que pasara desapercibida. Temía la vuelta a casa. Él se acercó a su cuñado, y dándole la mano, se fueron al jardín a no decirse nada, después de darle dos besos a la huraña de su sobrina que decepcionada comprobó que no era el primo quien había llamado al timbre.

lunes, 21 de septiembre de 2015

Relato, 1 Parte: La cena


“¿Está todo preparado?” La pregunta hecha cientos de veces esa tarde recorrió la casa y obtuvo tres respuestas afirmativas cansadas de repetirse y al unísono. “Sí, señora”; “Sí, mamá”; “Sí, cariño”. A pesar de oírlas, no las escuchó, y la mujer siguió con la actividad inútil de quién no sabe qué hacer y quiere hacerlo todo. “¿Qué hora es ya?” “Las siete” “Dios mío, qué tarde, ¿cómo es que aún no ha venido nadie?” No hubo respuesta; estaban cansados y todavía no había ni empezado la cena. Una cena incómoda tanto para los que estaban en casa como para los que no habían llegado. “No es una buena idea, cielo, piénsalo bien. No va a funcionar”. Pero el sentido común del marido no tenía ascendente sobre su esposa, que cuando se empeñaba en algo, no había más que hacer. “Tenemos que reunirnos, es imprescindible. Nadie quiere responsabilizarse y yo estoy harta que me den largas. Sabes que es necesario: todo ha de quedar claro antes de que mamá… “ y en ese punto, invariablemente se paraba. No le gustaba ni le parecía delicado acabar lo obvio. Había aprendido a vivir sin enfrentarse a lo desagradable, si podía evitarlo. “Sigo creyendo que no es una buena idea.” Dijo Santiago, más por costumbre que por reivindicar su postura ya que pocas veces, más allá de la mera cortesía en preguntarle, se le escuchaba la respuesta. “Por Dios, qué tarde”. Y corriendo de un lado al otro del comedor intentaba que el tiempo hiciera lo mismo. La hija, cansada y de mal humor porque esa noche la obligaban a estar en casa, habiendo tenido que anular una cita con sus amigos, decidió hacer patente su disconformidad por todos los medios posibles; no contestando, hasta que el peligro de una bofetada era inminente, no ayudando en nada a fuerza de ser incompetente en cualquier encargo, estar sin arreglar, y ahora, a punto de que empezasen a llegar, irse a su cuarto. No quería estar allí. Se sentía víctima y arrastraba su desdén en un silencio que ella pensaba digno y contestando con unos monosílabos más parecidos a gruñidos que a respuestas.

“Ve a ver cómo está la abuela, anda”. Y sin molestarse, para nada, en articular algo inteligible, salió del comedor escaleras arriba para tumbarse en la cama, por supuesto, sin cumplir el encargo. “¡Qué fastidio!” Y cogió el teléfono para amargarse con los detalles de la cita a la que no podía asistir, cosa en la que le ayudaba con sumo placer la amiga a quien llamaba; “Qué pena que no vengas hoy, precisamente, que vienen todos”. Con esa frase daba un interés a la reunión que, de ningún modo, tenía: sería una tarde más, donde la gente se aburriría como siempre, pero la ausencia de la joven daría brillo y al menos durante un rato, habría tema para comentar. Sara, estuvo haciéndose mala sangre al teléfono hasta que el primer timbrazo indicó que al menos alguien, había aceptado la invitación de mamá. Se sobresaltó, colgó y abrió el armario para buscar qué traje que ponerse; una cosa era ser una víctima de las circunstancias y otra bien distinta no estar presentable. Además, a lo mejor venía Alejandro. Incluso puede que fuese él quien había llamado. Se metió en el cuarto de baño y empezó a arreglarse a toda prisa.

jueves, 17 de septiembre de 2015

Una vez será que no

El tiempo pasa volando, es una expresión que a veces se queda corta, sobre todo cuando miras hacia atrás, y ves todo el tiempo transcurrido: marea.
Lo mejor es contabilizarlo por cosas realizadas, logros superados, metas que aún siguen, pero están más avanzadas, ideas que nos acompañan y crecen.
El tiempo sin nada que lo plasme, parece más muerto, más estéril, más tiempo.
Ese día a día que nunca parece terminar, que nos obliga a salir adelante, a conseguir propósitos, es en realidad el Tiempo, el reloj de arena que miras hipnotizado mientras ves caer los granitos minúsculos de una parte a otra, arriba lleno, abajo, llenándose; ahí está ese discurrir continuo y no notas que se va vaciando; tarda tanto... y cuando más absorto se está viendo pasar la arena, se forma ese remolino arriba, indicando el principio del fin; lo que había en abundancia, se va. Y se va, ves ese último granito caer y ya está, se terminó el tiempo.
Menos mal, que en este caso, aún se le puede dar la vuelta para invertirlo..., pero una vez habrá que no.

lunes, 14 de septiembre de 2015

Tiempos

Dominar el tiempo, moverte por él hacia atrás, hacia delante, pasear por los siglos como quien anda por las avenidas de una ciudad desconocida, parándose en los escaparates a contemplar sin prisa, por ejemplo, la evolución de los mamíferos, el alzamiento de un pueblo, el nacimiento de la escritura o lo que fuese que se nos antojara. Tendríamos el tiempo a nuestros pies, no habría secreto inexpugnable ni teorías falsas: podríamos constatarlas todas, porque al dominar el tiempo, dispondríamos del que necesitásemos para asistir a cualquier acontecimiento.
Podríamos leer todos los libros escritos, recuperar los ejemplares destruidos por el fuego en Alejandría, conversar con los Griegos, desayunar con los reyes…, da vértigo. Es abrumador: todo aquí y ahora.
Otra ventaja sería que podríamos, a nuestra conveniencia, acelerarlo o frenarlo, según nos apeteciese. Ese aspecto es más prosaico, casero e intrascendente pero para nada menos útil y práctico, es más, yo diría que es el que se usaría con mayor frecuencia, al fin y al cabo, por mucho dominio sobre el tiempo que tuviéramos, no dejaríamos de ser humanos, es decir, seres especializados en nosotros mismos, no muy inteligentes y poco globales, salvando honrosas excepciones.
Así que ya veo al que domine el tiempo, después de haberse paseado por sus épocas predilectas y visitado a sus personajes históricos más admirados, usando su poder para adivinar resultados de quinielas, loterías, averiguar qué pondrán en un examen, acelerar momentos aburridos y detener los ideales, hasta que por duración ilimitada, dejen de serlo tanto y pasen al primer grupo; el de los aburridos.
Creo que es mejor dejar el tiempo como está, supongo que la imaginación es la mejor ayuda para dominar, no sólo el tiempo, sino su ausencia.

jueves, 10 de septiembre de 2015

Justificaciones cómodas

Pensar por uno mismo siempre es difícil, cuando se empieza a hacerlo, o se debería, se tiene unos trece o catorce años y hasta tú mismo te das cuenta de que tus ideas son meras mezclas de muchas; ese amigo que admiras, restos de las de los padres, tímidas aportaciones de un pensamiento propio incipiente... pero son distintas a las que antes pensabas, eso sí lo notas. Y lo coges y vas limando, quitando lo que sobra, leyendo sobre lo que quieres saber desde las bases y asombrándote de todo, ya que las raíces son siempre increíbles, sobre todo, cuando has visto primero las ramas, las hojas, las flores, y creces, y te afianzas en tu visión de las cosas, cada vez más tuya, cada vez menos entreveradas de otros punto de vista. Y sigues, y para ello nunca dejas de curiosear, dejarte sorprender, y la inflexibilidad la rechazas por lo que tiene de corsé limitador, y junto con tus pensamientos, van tus actos, y cada año son más afines, y si no, paras y miras y cambias.
Eso es lo que tendría que ser. Pero me temo, que la adolescencia, ahora mismo, solo es una excusa para que al gritar, tus padres te justifiquen porque las hormonas van locas. 
Lo que va loco es otra cosa.

lunes, 7 de septiembre de 2015

Palabras prestadas

¿Tenemos la posibilidad de vivir a la carta? Es decir, ¿podemos manipular la vida, acoplarla a nuestro gusto, mover las variables que queramos para estar cómodos en ella?
Las palabras ayudan, son la materia prima de los pensamientos, y éstos son los que nos enfocan los sucesos, tanto internos como externos.Somos un organismo vivo que ha de sobrevivir al entorno, depende de cómo lo asimilemos, actuaremos. La mente, cambiante, nos guía. Está comprobado.

Las palabras moldean los pensamientos, dan nombre a las emociones, ayudan a construir nuestro universo, encarrilan los sucesos. También recogemos las de los otros, que mezclándose con las que tenemos, nos garantizan mejores pensamientos, emociones, universos.

jueves, 3 de septiembre de 2015

De ventanas e insectos

Es entre fascinante, y algo tonto, ver cómo las moscas, o cualquier insecto volador, quieren salir de un recinto por una ventana cerrada, golpeándose continuamente a cada intento contra el cristal sin lograrlo, pero ellas siguen. Y siguen. 
Da igual las veces que han procurado avanzar por ese lugar imposible, como mucho, dan unas vueltas por la zona, y otra vez; sin remedio se aplastan contra ese muro invisible, incomprensible, que las aparta de lo que transparenta, de ese exterior liberador.
Y de ahí no se van. "Pobres"; pensaba de niña, no saben.
Ahora de adulta las sigo observando, pero mientras a la vez que las miro golpeándose contra esa realidad invisible, veo a los que estamos fuera, en ese lugar al que quiere ir donde las personas nos chocamos también, una y otra vez, contra paredes invisibles que nos ofrecerían algo más, si las traspasamos... o eso creemos. Y seguimos. Una y otra vez, todos embistiendo esas barreras que no vemos, pero están, sin que nadie haya aprendido aún a abrir la ventana.