-Esta noche es la última que
pasas aquí.
El ocupante de la cama de al
lado fingió dormir.
-Sé que estás despierto, se
nota en la respiración.
Le dio igual haber sido
descubierto, no iba a hablar. Tenía demasiadas cosas en las que pensar. ¿Y si
salía mal otra vez? Un escalofrío le sacudió como un latigazo. Le habían
devuelto dos veces. Si esta fracasaba, no lo lograría jamás. Fue un milagro que
lo eligieran a él; ya no era tan pequeño, su sonrisa no dejaba al descubierto
la falta de ese diente que despertaba ternura; el cuerpo se obstinaba en
crecer, la lengua de trapo quedó atrás, sus gestos no encandilaban, le quedaban
pocos años de infancia, en menos de tres, habría de cambiar de lugar. Ni aquí
le admitirían. “Qué salga bien, que me quieran, que no me devuelvan”.
-Podrías hablarme, estúpido,
¿quién te crees que eres? Ya verás, regresarás-, la
rabia, los celos, la impotencia del compañero de su misma edad que estaba
acostado a su lado, le llegó como un latigazo, las palabras envenenadas,
prohibidas entre ellos, le zaherían con toda la fuerza de quién las había
soltado; le acertaron en la herida, en los temores profundos. Las lágrimas de
ambos mojaron las almohadas. Los dos con miedo, cada uno parecía sufrirlo por
causas distintas, pero en el fondo era por lo mismo: el futuro sin futuro de
niños sin presente.
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