Hay preguntas incontestables que seguimos haciéndonos desde que comprendimos que no somos eternos.
Una de ellas, es qué sentirá un suicida, por qué adelanta su final, hasta qué punto se arrepiente cuando ve que no hay remedio por haberse despedido de sí mismo antes de hora.
Los mitos y elucubraciones que se han acumulado a lo largo de la historia sobre ese momento entre la vida y la muerte son muchas y la mayoría hermosas, esa despedida, de un estado al otro, leyendas inmortales. La de Caronte y su barca donde ponemos monedas sobre los párpados del muerto para que pueda pagar el peaje.
O incinerar el cuerpo para que el humo llegue mejor al Otro Mundo.
Enterrar los restos con todos sus bienes y mascotas para que no esté solo cuando despierte en la otra orilla.
La luz que dicen ver al final de un túnel los que murieron sin morir.
La proyección de la vida que se vivió un segundo antes de dejarla atrás, pero esta vez, con sentido.
Es como si creyéramos que en esos segundos en los que todavía no morimos, pero ya no vivimos, nos dieran la clave: saber antes de desaparecer, o saber que nunca dejaremos de recordarnos.
Una última concesión a nuestra capacidad humana de ser uno mismo. La que nos da miedo perder en la Nada.
Seguro que alguno se niega a dar el paso, que sienta que aún pertenece al otro lado, que la vida le llame más que lo hace la muerte.
Puede que no termine de cruzar, que se aferre a sus recuerdos. Puede puede que sea ahí donde se creen los fantasmas, en esa franja entre mundos que jamás atravesarán, donde ni son ni serán. Solo están.