Era una tienda
difícil de ver; a pesar de estar a la vista, se camuflaba entre los
bajos brillantes de los puestos del mercado: frutas, verduras,
pescados sumergidos en hielo, carnes colgantes, especias, frutos
secos, panes, pastas, hilos, telas, bebidas, refrescos, cacerolas,
sartenes, cazos de mil tamaños, alpargatas. Un batiburrillo de
olores, colores, sensaciones, gentes, voces, murmullos, sonidos,
ecos. Ese torbellino especial que se da cuando se vende y se compra;
la competencia por atraer la atención de lo que se expone, el
cuidado para elegir bien lo que se quiere, el deambular de los
curiosos que distraen su ocio interesándose por todo y por nada.
Como yo mismo, que me paseaba en días de mercado para sentirme parte
de ese ajetreo ancestral de encuentros, deseos, novedades, noticias y
frustraciones.
Entre ese
barullo, chocaba la tienda oscura, polvorienta, que parecía
clausurada a simple vista, hasta que uno se asomaba a lo que debía
ser su escaparate, con cautela, por lo sucio del cristal, donde si
tenías la paciencia de enfocar adentro el tiempo necesario para
habituar la vista a la negrura, se veían varios animales disecados
esparcidos por aquí y allá: un águila en una mesa, varios gatos
sobre una tarima, telas, pieles, bártulos extraños, bramante,
botes, y lo más sorprendente: un oso negro sentado en el sofá,
debajo de un rótulo que mejor estaría afuera, donde se leía:
Taxidermista.
Cada semana que
iba, tras fijarme mucho, notaba ligeras variaciones: un gato cambiado
de posición, los botes menos llenos, las herramientas desubicadas,
el oso más inclinado en su sofá. Jamás vi ni al dueño ni a los
clientes. Me gustaba porque parecía que el tiempo ahí se llenaba de
polvo, estancado, como si dentro el reloj marcase una pauta distinta,
más lenta, más eterna.
Pasaba el rato
manchándome la frente contra ese escaparate, imaginando cómo sería
preservarse de las horas; igual ahí, todo era como a cámara lenta,
alargando la vida, creando un hueco donde nadar contra los minutos.
Dos ritmos diferentes. Puede que los animales no estuviesen
disecados, sino vivos, esa quietud aparente era el resultado de esa
escisión de la pauta del tiempo.
Lo
incomprensible entonces sería la presencia del águila y el oso: qué
hacían ahí; se me ocurrió que era una zona de naufragio, donde la
resaca acercaba los restos de animales y objetos que zozobraron en el
tiempo, saliéndose de él indefensos, arrastrados por la corriente
temporal, arrojados a esta orilla que es la tienda sin horas.
Eso explicaría
tanto lo de su camuflaje, inmutabilidad y ausencia de realidad, como
lo absurdo de su contenido.