Ahora recorría la
calle principal del pueblo donde pasó su adolescencia. Antes había ido a
despedirse de la casa grande, la que estaba junto a las vías del tren, la que
el pueblo cedía a los jefes de la estación de ferrocarril. Lo que era su padre.
Donde vivieron los cuatro tras el traslado. Los niños, excitados, recorrieron
todos los cuartos de la gran casa: había tantos y eran tan grandes que hasta
pensaron que podrían perderse en ellos y constantemente se paraban para
escuchar a los padres que iban dando órdenes a los transportistas, sobre todo
la madre, para que los bultos no estuvieran demasiado desorganizados: “Ay, eso
con cuidado que es la vajilla de las fiestas”, “Esto aquí. No, no, aquí mejor”.
Los hermanos se sentían seguros y utilizaban el eco de las palabras para
orientarse.
La casa era fría,
los antiguos dueños, un matrimonio mayor, había vivido en la parte de abajo,
clausurando todo el primer piso; ya no podían subir escaleras y se acoplaron
con comodidad pero sin lujos abajo, como para no molestar se acurrucaron en el
salón, y hacían vida en la cocina, una enorme a la que la madre ya le estaba
tomando el pulso. “Mira, Antonio, qué horno de leña más bueno. La de empanadas
que vamos a hacer aquí”. La madre, María, aunque estaba asustada del trabajo
que tenía por delante con ese caserón medio abandonado, no se acobardaba.
Miraba las telarañas, los suelos sucios, las paredes desnudas, el ambiente
triste y en su imaginación ya había terminado de limpiar, sacudir, lavar,
airear y cada rincón estaba a su gusto, cada armario vestido, los cuartos
decorados; todo en su sitio. No se dejaba desanimar. Los defectos los convirtió
enseguida en virtudes: “En esta casa tan enorme sí que podrán venir todos a
visitarnos”.Y así fue. Carmen recuerda su infancia dentro de una casa siempre
llena de amigos, familiares y vecinos, el caserón casi quedaba chico, en él
resonaban las palabras, confidencias, risas y a veces, riñas, de todos los que
pasaron por ella: “Pero María, mujer, nunca dices que no a nadie”, “¿Cómo voy a
negar un lugar para dormir a tu familia o la mía o a los amigos, sobre todo
ahora en estos tiempos tan duros?” “Sí tienes razón, pero...” , y ella sabía
perfectamente a lo que se refería su marido. “Mira, en esta casa nunca dejará
de haber una cama y comida para los nuestros, que con huevos y patatas todos
comen”, y Antonio asentía, le acariciaba ligeramente el hombro, y salía a ver
las vías donde no dejaba de trabajar cuidando él solo de la única estación de
la zona, llevando la puntualidad al milímetro, aunque nunca dejó que eso le
nublase las prioridades; si alguna vez había de retrasarse el tren porque, por
ejemplo, Don Gabriel, hombre puntual donde los haya, no estaba allí a las ocho
treinta cuando el tren partía para la capital, hacía que el maquinista esperase
hasta que lo veía aparecer, apurado, con la excusa siempre veraz de su retraso,
nunca más allá de cinco minutos, y casi sin aliento le sonreía mientras subía
al vagón para ir a sus quehaceres diarios. Sabía conciliar la amabilidad y la
profesionalidad; se hizo de querer pronto por todos.