Junto con las
recetas también adquirió costumbres de la madre; ella acumulaba grandes
cantidades de aceite, harina, azúcar, arroz, trigo porque la escasez de antes
la había hecho precavida, y Carmen, sin necesidad real, no pudo evitar llenar
su despensa también, “Pero mamá, ¿por qué compras tanto aceite?, si tenemos en
casa” “Cosas que me pegó la abuela, hija”, y compraba, sintiéndose segura por
tener lo imprescindible en casa, como su madre.
La niña salió de la
cocina, último lugar que visitó de la casa, ahora de nuevo demasiado grande,
con ecos del vacío. Desde el patio se asomó a la estación del tren de raíles herrumbrosos;
hacia lustros que ninguna rueda los había pulido. Miró el silbato, aún colgado
de un clavo, que ya nadie haría sonar de nuevo. Vio el monte enfrente, el que
ella y su hermano atravesaban para llegar antes al pueblo vecino en el que, justo
cuando se veían las primeras casas, había un pasto donde campaban vacas y toros;
era el mayor atajo: atravesarlo. Manuel para no ver el peligro, entornaba los ojos,
y cruzaba corriendo sin parar. Cuando llegaba al otro lado, la esperaba
jaleándola, instándola a ir más deprisa. Ella a veces, prefería andar más
trecho a tener que pasar el susto que le suponía invadir ese prado con esas
bestias, pacíficas en realidad, pero que imponían y sabía peligrosas. “No, no
cruzo. Doy el rodeo, espérame si quieres, si no, ya nos vemos en el pueblo” Y
sintiéndose un poco cobarde, pero segura, apuraba el paso aliviada por no
exponerse a esos cuernos, esos ojos turbios, no escuchar a sus espaldas los
resoplidos, las pezuñas removiendo tierra.
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