La niña suspiró,
dando la espalda al monte. Ya había visitado el colegio, aupándose para mirar a
través de las ventanas sucias y rotas, esos pupitres destartalados, en desorden,
que le conmovieron como no había logrado su propia casa. Ahí dentro vio los
fantasmas de sus compañeras, a sí misma atendiendo a la maestra; fue de las
pocas que entendía la importancia de estudiar: quería ser maestra a su vez.
El hermano, unas
filas más atrás, soñaban con ser maquinista; siempre que podía salía corriendo
de casa cuando el padre y Eusebio, el maquinista, se tomaban un café con leche
caliente que la madre preparaba en un termo para esos diez minutos de parada.
Manuel se acercaba y desde su altura los observaba, absorbía las palabras,
miraba y tocaba todo con cuidado para que no le llamaran la atención. El maquinista,
con suerte, le ponía su gorra, y si estaba de humor, le subía a ver los mandos;
el niño se maravillaba de las palancas, botones, válvulas y artilugios que poco
a poco le fueron explicando hasta que se familiarizó con ellos y los entendió.
Los domingos, si había sido bueno, le dejaban tirar de la cuerda que activaba
el silbato del tren: vivía solo para ese instante. Adoraba los trenes porque
iban lejos pero sin perderse nunca; los raíles les guiaban seguros hacia
cualquier parte del mundo. Su padre lo miraba orgulloso, aunque triste porque
él tuvo que quedarse en la estación; de joven también soñó con recorrer
kilómetros, pero de niño no se tiene en cuenta que se crecerá, que las
responsabilidades en las que la vida te va metiendo tienen más peso que los
sueños, y estas lo dejaron en tierra. “Mi Manuel sí atravesará el mundo de
parte a parte, ¿a qué sí?” y le manchaba la nariz con hollín.
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