Carmen recordaba la
cantidad de regalos que les llevaban a sus padres. En la despensa siempre había
fruta, verdura y caza de cada estación. Iban a charlar con ellos y les dejaban
setas, manzanas, patatas, lechugas y lo que nunca pudo soportar: lagartos. Esos
bichos que a ella le repugnaban. Pedía por favor que no se pusieran en la
nevera, o que le dijeran que no la abriese, porque no resistía la impresión de
ver al bicho, por muy exquisita que fuese su carne, mirándola desde el plato
con esos ojos fríos, esa piel escamosa y esa barriga blancuzca abultada. No
podía con esa visión. Jamás quiso probarlos.
En cambio las setas
le encantaban. En otoño la madre mandaba a los dos a buscarlas por los
alrededores: adoraba el olor a tierra mojada, andar pisando las hojas pardas y
crujientes, buscar por entre los helechos vivos esos seres raros, de formas
caprichosas que estaban tan buenos a la plancha, o en arroz o simplemente
asados. “Tened cuidado, ¿eh? Que no todas se pueden comer; no cojáis ninguna de
la que no estéis seguros”. Y los niños miraban las peligrosas de lejos, bellas,
rojas, con sus puntitos blancos y se llevaban en su cesta de mimbre las buenas,
anticipando la cara de satisfacción del padre, un goloso, cuando las viera desparramadas
sobre la gran mesa de madera basta de la cocina. “Ah, mis pequeños
recolectores” y entre todos empezarían a limpiarlas y hasta harían conserva
para comerlas cuando no hubiese en los montes. Carmen adoraba confitar; le daba
igual que fuera dulce o salado: el olor de los pucheros; el humo y calor que desprendían;
hervir los botes previamente acumulados en la alacena a la espera de que se les
diera vida; el ponerse su delantal cosido por ella misma, el sentirse mayor
manipulando alimentos era un sentimiento que la reconfortaba y que le acompañó
siempre: Cuando cocinar ya no fue un juego, jamás dejó de buscar entre las
cacerolas el alivio a la tristeza que surge esporádicamente de los días; las
frustraciones las combatió siempre cocinando.
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