El serecito, que no había estado triste nunca, supo lo que era.
Desde
que se fue el espejo que le devolvió su imagen dejó de ser él mismo.
Pasó noches llorando, escondido en su casa agujero, sintiendo por
primera vez lo oscura que estaba. "Ay, yo creí que no era feliz antes,
qué equivocado estaba" y suspiraba y dejó de dar consejos.
El
escarabajo que llevó la pelota al Rey se sentía culpable, le iba a
visitar cada día y cada día le ofrecía una bola hecha para él, "Toma,
¿te gusta?, es mejor que la del del Rey".
El serecito se lo
agradecía, las colocaba en una esquina, en fila. Pero ninguna tenía su
reflejo. Empezó a darle igual todo: ni quién era ni dónde estaba ni si
quería estar donde estaba. Solo suspiraba.
Pero un día notó
que se le habían terminado los suspiros, y las lágrimas, cansadas,
tampoco querían salir más. Se sentó a la puerta de su agujero a pensar.
"Esto no me gusta. Antes era mejor". Y decidió dejar de lamentarse por
lo perdido sin moverse y comenzó a luchar: buscó por los túneles, y
entonces les encontró sentido; buscó entre los demás, y los conoció,
buscó en su casita oscura y le dio luz para ver mejor, buscó en sí mismo
y aunque se sabía diferente, dejó de importarle porque una vez, durante
un ratito encontró a alguien como él, que le miró desde ese espejo que
ya, aunque no lo volviese a ver, jamás olvidaría.
Aprendió a
esperar sin desesperarse, a recordar sin angustiarse. Y cuando supo de
memoria cada túnel, cuando hubo hablado con cada criatura, cuando no lo
quedó ni una bola por investigar, decidió que igual, donde había que ir
era a la casa del Rey.
Y con mucha ilusión emprendió camino.
-¿A dónde vas?, le preguntaron.
-A ver al Rey.
-¿Sin tributo?; le volvieron a preguntar.
-Sí que le llevo uno- contestó.
-¿Y cuál es?.
-Mi esperanza.
Y allá se fue.
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