Acabo
de ver que ya es diciembre. Se está acabando un año al que ni
siquiera me he acostumbrado a nombrar aún. No sabría decir qué número
tiene sin pensarlo. Tampoco suelo saber en qué día de la semana o mes se
mueven mis horas. Miro el calendario y me asombro: "¿Ya es este día, o
este mes, o este año?"
Supongo que es normal.
En realidad, el
cómputo del tiempo es más bien un artefacto, todo lo necesario que se
quiera, eso sí, pero al fin y al cabo, artificial. Diría lo mismo con
respecto a la división horaria de los días, igualmente justificada para
el buen ritmo social, pero que llega a lastrar si se usa para pautar el
pulso diario particular.
Y es que en esta temporada se me van las
horas escribiendo sin sentirlas, agravado por el hecho del cambio de
hora, ya que al mirar por mi ventana, un cielo nocturno casi perenne me
saluda. Puede ser cualquier hora. No, no llevo reloj.
Me extraño
cuando salgo al exterior y los conocidos me hablan nombrando fechas,
anticipando acontecimientos fijos del calendario, y yo les miro
aturdida, como cuando la luz te deslumbra después de largo tiempo en las
sombras.
Uno de esos acontecimientos que viene es la Navidad, me asombra que ya esté aquí, otra vez. Si no hace nada que sucedió.
Yo
me retiré hace tiempo, no sólo del calendario, sino de las fiestas
obligadas que marcan. Ni es bueno ni es malo. Pero al no estar pendiente
de ellas, aún me diluyo más entre días y meses. Mi ritmo es otro, mis
horas elásticas, mis motivaciones más mías, mi tiempo más corto.
Ya
estamos en el último mes de un año, porque así lo estipula el
calendario de estas latitudes, pero aún quedan días para apurarlo. A por
él.
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