Esta leyenda la tenemos que empezar en una mañana de otoño no muy
fría y debajo de una lápida. Ahí es donde Ana decidió que ya
estaba bien, que ya no quería seguir de muerta.
El inicio de este
proceso irreversible lo dio un capricho del destino, pues quiso la
vida, con sequías y malas cosechas, con hambruna y plagas, que los
habitantes del pueblo que rodeaba al cementerio, se marchasen lejos
en busca de otros nortes, desperdigándose cada uno con sus sueños,
sin volver a saber nadie de nadie, dejando las casas para escombros y
los huesos para el olvido.
Así pues, la muerte no
pudo reunir a Ana con sus padres y hermanos bajo la misma tierra
perdida en la eternidad. A las demás ánimas, todavía doloridas por
la vida, y mucho más conformes con su condición de muertas, les
trajo sin cuidado que los vivos dejasen de ir a visitarlas. Pero a
Ana, que fue la última y más joven sepultada antes del éxodo, no.
Sus recuerdos no le llegan tan lejos como su lápida recuerda a todo
aquel que quiera leerla:
1887-1899
ANA RUBIO MARÍN
TUS PADRES Y HERMANOS NO
TE OLVIDAN
Y esa última frase,
escrita para siempre en presente, que Ana estaba condenada a leer una
y otra vez, y la injusticia vital del olvido, más que la muerte, fue
lo que la empujó hacia el peligroso umbral que existe entre lo
inerte y lo animado.
Cuando las últimas
flores, ya nunca más renovadas, se confundieron con la tierra, Ana
empezó, sin ayuda de los vivos, a recordarse a sí misma. Sabía que
una mala enfermedad fue lo que la quitó de viva, pues la evidencia
que todos los muertos tienen para reconocer su nueva condición, en
Ana, es el susurro del doctor a su madre; "No tiene cura, solo queda esperar y rezar".
Confusamente recuerda a
un hombre vestido de negro, que despedía un olor muy intenso, cada
vez que movía sus brazos hacia su frente. Le oyó, pero no le
entendió, hablaba en latín. Lo mismo le pasaba cuando iba a misa
con sus padres los domingos, no entendía nada, aunque le gustaba
cómo retumbaban las palabras por toda la iglesia y cómo el eco las
alejaba y acercaba, convertidas en olas invisibles.
Pero, ahí en su cama no
sonaban tan soñadoras, y tenía calor, mucho calor. Un calor que le
abrasaba sus pulmones cada vez que intentaba refrescarlos con aire…
y a partir de ahí, poco a poco fue retrocediendo hacia atrás en sus
recuerdos, que se mezclaban sin sucesión en el tiempo. El olor del
perfume de su madre cuando la arrullaba. El susurro de su padre
conversando con el abuelo. El dolor que le hizo su hermano al
estirarla del pelo… y poco a poco, llegó a otro tipo de recuerdos,
llegó a los recuerdos que sólo dan la muerte y la constancia. Llegó
a recordar lo que su madre sentía mientras la arrullaba y lo que el
abuelo pensaba mientras le hablaban y el porqué de los celos de su
hermano.
Era como un caleidoscopio
reflejado, a su vez, en un espejo. Era la eternidad. Pero no era
suficiente para Ana vivir muerta lo ya pasado, quería, en su
rebeldía a desaparecer de la memoria de los vivos, ser recordada.
Ana estaba decidida a regresar de dónde vino y ver lo que las otras
almas no añoraban.
Se cerró el círculo
sobre ella y se supo repudiada. Había cruzado lo incruzable, ya no
estaba sólo muerta. Sabía lo que tenía que hacer, como lo supo,
instintivamente, al nacer y al morir. Cogió sus huesos envueltos en
su mortaja y bien agarrados, para no perder su identidad, salió por
un sendero lleno de hojas, que no crujieron bajo sus pies, a
recordarse una y otra vez, usando las almas, aún encadenadas al
cuerpo que a bien tuvieran verla, en ese estado que entre los vivos
llamamos fantasmas.
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