Hoy todos disponemos sin mucho esfuerzo de esos quince minutos de fama que señaló Warhol. No es malo ni bueno. Es.
La tecnología nos da acceso a mostrar nuestras vidas, creaciones, momentos, pensamientos, o lo que creamos conveniente, de un modo fácil e inmediato; nos da el poder de ser lo que no somos o ratificar lo que soñamos ser.
Como siempre llegan los abusos y banalidades de ese poder, de esa fama inmerecida y efímera que nos sube a una nube cada vez más endeble, inestable, torpe.
Las vidas de los demás se nos señalan como magníficas, entretenidas, repletas de viajes, momentos intensos, buscando la envidia, quizá, o puede que escondiendo las frustraciones diarias: un disimulo o engaño de lo que no tenemos.
Lo interesante es comprobar que esos momentos que se nos ofrecen geniales están hechos de lo que vemos cada día por la calle: personas pendientes de fotografiar en su móvil lo que es imposible que vivan porque lo están despersonalizando ellos mismos.
O vives el momento para luego rememorlo, o lo apresas sin vivirlo ni recordarlo, dando como resultado imágenes sin alma.
Recuerdo una vez que le propuse a varias personas pagarles un fin de semana en París, todo pagado. La única condición era no hacer ni una sola foto en todo el viaje. Nadie quiso acompañarme
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