Leyendo sobre el pueblo armenio, que también le tocó vivir el horror de su genocidio en este siglo pasado, supe historias de sus deportaciones contadas con esa magia, entre superstición y fe, característica de ellos; sus andares bajo el terror lo llevaron con una dignidad serena.
Una de las historias es la que fragmento ahora: para comunicarse entre las distintas zonas donde iban siendo arrastrados y ubicados utilizaron un método de lo más ingenioso.
Una de las historias es la que fragmento ahora: para comunicarse entre las distintas zonas donde iban siendo arrastrados y ubicados utilizaron un método de lo más ingenioso.
Llamaban a uno de los niños huérfanos, los padres no les dejaban irse de su lado, que aún tuviera fuerzas y dándole comida para el trayecto y órdenes detalladas de cómo moverse por la noche hasta llegar el emplazamiento final, le limpiaban la espalda, y lo hacían tumbarse con los brazos en cruz. La piel sin grasa por la falta de alimentos era perfecta para hacer las veces del papel, le escribían con una pluma toda la superficie hasta la rabadilla, y el niño aguantaba el dolor, al principio más soportable, luego menos, de la punta de la plumilla rasgando su espalda. Una vez terminado el mensaje, se le ensuciaba la piel con lodo para que no se viese lo que llevaba si lo apresaban y lo mandaban al otro lado, con la advertencia de que si lo iban a coger se tirase al río Eúfrates, por cuyos márgenes iría hasta el campamento, para que mojada, la piel escupiera la tinta y nadie leyese lo que no tocaba. A la vuelta era el mismo proceso.
Mensajeros de mensajes vivos.
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