Pasear por una gran ciudad cuando todos duermen, cuando ella misma sueña, cuando el ruido de tus pasos retumba sobre sus calles molestas por la interrupción del silencio, y observas que las pocas personas, que como tú están perturbando la calma, te miran como tú a ellas; con recelo, por si acaso, apurando el paso, pensando unos de otros, que vaya qué horas de andar por ahí, y te sonríes al ser consciente que das el mismo temor viendo cómo aceleran su marcha. Algún que otro borracho, afónico y solo, increpando a los dioses, a sus miedos, a las gentes que él ve reales, pero que ni en las sombras llegas a ver, gritando sus reproches, viviendo en su mundo único y terrible.
Los edificios negros, poco iluminados por las farolas amarillentas que convocan con su pobre luz a cientos de insectos solo para chocar una y otra vez contra ellas, aún siendo los mismos, no lo son; su aspecto es completamente diferente, más sosegado, siniestro en algunos casos, cambiados en todos.
El aire que se respira es otro, más fresco, sin la carga de tener que ser compartido; hay más, no le llegan los humos del tráfico, los pocos coches que atraviesan las calles, son taxis que paran la marcha cuando te ven, por si quisieras usarlo, y dejar de pisar las calles vacías de una ciudad dormida.
Los edificios negros, poco iluminados por las farolas amarillentas que convocan con su pobre luz a cientos de insectos solo para chocar una y otra vez contra ellas, aún siendo los mismos, no lo son; su aspecto es completamente diferente, más sosegado, siniestro en algunos casos, cambiados en todos.
El aire que se respira es otro, más fresco, sin la carga de tener que ser compartido; hay más, no le llegan los humos del tráfico, los pocos coches que atraviesan las calles, son taxis que paran la marcha cuando te ven, por si quisieras usarlo, y dejar de pisar las calles vacías de una ciudad dormida.
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