Alejandro
fue el tercero en llegar junto con sus padres, los tres más bien
callados, y con una tensión que se podía cortar, entraron para
completar el número de asistentes a la cena. Saludaron al resto y la
anfitriona, con la sonrisa falsa y nerviosa pegada a los labios, que
se le había puesto desde el primer timbrazo, ordenó a Elena, la
chica interna, que sirviese la cena. Dijo dónde tenían que sentarse
todos y una vez colocados, tras el ajetreo de sillas y servilletas
desplegadas, dejó que un silencio incómodo y espeso se instalase
entre todos. Los entrantes, unos fiambres comprados para la ocasión,
ayudó, al menos, a tenerles ocupados. Las primeras frases se
gastaron en albar la cena, no con gran entusiasmo, ya que lo que se
servía tampoco era para tanto, pero rompió el silencio denso para
ocuparlo por un silencio más ligero.
Santiago
sudaba a medida que iban acabando los platos, conocía a su mujer y
sus sonrisas falsas no le engañaban, suponiendo que a los demás
tampoco. A su lado estaba el hermano mayor de su mujer, Alejandro,
que serio, se limpiaba la boca tras haber mojando en la salsa; tenía
la actitud del cazador avezado que no se va a dejar sorprender por la
presa, a pesar de lo mucho que cueste tenerla a tiro, sabedor de que
no va a errar. Su mujer, Carmela, una coqueta insustancial, tan
estúpida como a simple vista parece, le miraba de allá para cuando,
con el miedo de quien tiene una orden que cumplir y no sabe si meterá
la pata, si será capaz de llevarla a cabo; observaba todo con sus
ojos agrandados por el excesivo maquillaje que no cubría
completamente las imperfecciones y signos evidentes de una edad que
quería ocultar. El hijo, guapo pero insulso, no seguía para nada
los intentos de Sara para conversar, haciendo que la muchacha quedase
patética al reírse sola de sus propios comentarios. Al lado de su
hija, sentada con la rigidez que la caracterizaba, estaba su cuñada,
con la cara de quien no va a dejar pasar ni una. Llevándose a la
boca la cena como si estuviera envenenada. “Una lástima de cena”.
Suspiró y deseó que no fuese demasiado catastrófico el desenlace.
Y
como todo llega, su mujer abrió la boca, en pleno helado de fresa y
nata con sirope, para decirles lo que habían venido a escuchar, y de
lo que se habían protegido desde casa. “Bueno, ya sabéis que
mamá… “ No pudo decir más, las defensas preparadas de antemano
surgieron a la vez. Un guirigay de palabras entrecruzadas
ininteligibles, pero predecibles, clamaron al unísono, donde “no
pienso ceder más”, “no creas que vas a poder abusar así”,
“pues llévala a un geriátrico”, “al menos así, sabremos
dónde va el dinero”, retumbó por el salón, amargando el helado
que se derretía, indefenso, en los platos.
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