El
marido, agobiado, callado, encontró en su cuñado, el segundón, y
la mujer de Alejandro, su misma actitud. Miraban hacia todos los
lados posibles, disimulando que estaban ahí. Los primos, callados,
sin haber encontrado un punto de complicidad entre ellos, se habían
cerrado al entorno y cada uno se martirizaba por no haber podido
cumplir sus planes. El resto se había lanzado a una batalla campal
pertrechados con todas las armas y actitud del vencedor: nadie iba a
ceder. “Qué lástima de cena”. Y se dedicó, con la cuchara, a
dibujar en el plato, con el resto de la fresa ablandada, rayas y
círculos.
En
el fragor de la batalla, se sacó el tema del testamento, de la
herencia, de las partes que tocarían a unos y a otros. Su mujer
enarbolaba que si no le pagaban más, ella debería tener más parte;
los demás arremetían con furia calculada sobre esa proposición y
los otros, cada vez más empequeñecidos, se dirigían unas sonrisas
tímidas y avergonzadas de quien conoce al causante de alguna
vergüenza pública.
Nadie
había subido a ver a la madre, anciana inválida, que desde arriba
se enteraba de todo, porque sus facultades mentales estaban intactas.
No era la primera vez que era testigo de semejante sangría. Su mente
estaba tan lúcida como maltrecho su cuerpo. Pidió a Elena, la
sirviente, una chica dulce y educada que la cuidaba, que la
incorporase un poco, y abriera la puerta para poder escucharles.
“¡Ay, hija! De verdad que me apena que tengas que oír esto”.
“No se preocupe, señora”. Y disimulaba, como si los que estaban
sacándose los ojos no fueran carne y sangre de la anciana cariñosa
y amable con la que pasaba las tardes, leyéndola, sacándola a
pasear y aprendiendo de las anécdotas que ninguno de sus nietos
quiso ser depositario. “Anda cierra ya. Aburren, siempre con lo
mismo”. “Si”, “¿Quieres jugar un rato a las cartas? Con este
ruido me será imposible dormir”. “Vale, buena idea. ¿a qué le
apetece jugar?” “A la canasta, ¿quieres?” “Sí”. Y Elena,
cerró la puerta, cogió la baraja del cajón de la mesita y empezó
a repartir.
La
anciana la miraba con cariño y respeto. Estaba tan a gusto con esa
joven llena de vida, ganas de aprender; le había aconsejado estudiar
y ella, ilusionada le preguntó si valdría, “Claro que sí,
preciosa. Yo te ayudaré”. Y se matriculó, y entre las dos
estudiaban para los exámenes, visitaban museos y cines.
“Qué
cariñosa es se
decía, como muchas otras veces, cuando la observaba moverse,
atenderla, estudiar concentrada.
Cuánto se va a sorprender, y no sólo ella, cuando se lea mi
testamento y sepa que se lo dejé todo.”
“¿Tiene
buen jugada, señora? No para de sonreír, seguro que tiene una buen
baza y gana”.
“Seguro,
no lo dudes, pequeña. Seguro”.
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