Los
días lluviosos tienen algo de melancólicos, no grises, sino cubiertos
de una pátina triste, donde caminar, pensar, recordar se agudiza. Los
sentidos algo embotados nos salen al paso mojados, como una fotografía
mal conservada, con los rasgos desdibujados, quizá por lo mucho que se
ha mirado, desgastando perfiles, imaginando, más que mirando, lo que nos
cuenta desde su espacio congelado, eterno.
La
lluvia potencia ese estancamiento, esa borrosidad nítida de lo que fue,
de lo que es. Nos empapa con lo que no se ha realizado, nos urge a
recomponer las figuras de los sueños, de lo que se quiere hacer. Miras
cómo el cielo abierto se desparrama sobre nosotros, sobre lo que pisamos
y no nos gusta tomar conciencia de lo que no hemos andado, ni hecho.
La
lluvia nos recuerda que todo pasa, que nada es lo que es, sino lo que
quisiéramos que fuese y los sueños se nos mojan, pendientes de un sol
que los ilumine, les de vida y calor.
Sí, son días para dejarse llevar por la melancolía, esa emoción tan suave, dulce y a la vez, sosegada y acuciante.
No hay comentarios:
Publicar un comentario