Ahí
estaba. Hacía ya una semana que Julián la había colocado en el primer
plano de su escaparate. Una maleta forrada de etiquetas de diferentes
colores, una por cada país que había visitado. La fascinaba. Le costó
mucho entrar en la tienda del prestamista y pedirle por favor que se la
dejara mirar, tocar. Con los dedos recorría cada pegatina y memorizaba
su nombre: Estambul, París, Londres, El Cairo, Madrid, Milán... países
exóticos, lejanos. Cuando el dueño le pedía por favor que se marchase,
que molestaba, iba directa a la biblioteca para bucear en la única
enciclopedia que había, una polvorienta y anticuada. Recorría de nuevo
con los dedos las imágenes de esos nombres para darles vida; así París
dejó de ser un nombre hueco para llenarse de bulevares, cafés,
catedrales y torres de metal; Londres se vistió de parques, museos,
relojes y niebla. Y así con cada uno de los lugares visitados por la
valija, hasta que la bibliotecaria, una mujer seca que había perdido los
sueños entre esos libros, le pedía también que se marchara, que debía
cerrar. La niña asentía y dejaba atrás esas ciudades a las que se juró
que iría junto con la maleta. Debía ser suya. Y eso hizo al día
siguiente de tomar la resolución. Entró en la tienda del prestamista,
“¿Otra vez vienes a verla?”; “Sí, señor, pero quiero comprarla”, y le
dio un montón de monedas sudadas por haberlas llevado en su puño bien
apretado desde que las sacó la noche anterior de su hucha. “Tenga” y el
hombre las recibió con seriedad. No eran muchas. La miró. “Sé que aún me
falta, ¿verdad?”, “Sí”. “Ya”, la pequeña era consciente de que con lo
poco que había reunido no era suficiente, pero eso no la paró. “Mire, es
que no quiero que la venda, yo se la iré pagando, cada semana le traeré
más monedas, pero no se la dé a nadie más. Es mía”. Julián, serio,
abrió un cajón de detrás del mostrador, sacó un papel y garabateó cifras
y fechas. La niña, con los ojos muy abiertos, observaba cómo hacía.
“Toma, esto es un pagaré”, ella asintió sin saber qué era eso, pero
alcanzaba a intuir que tenía su importancia. “¿Ves? Aquí anotaré todas
las monedas que traigas, y cuando esté pagada, te la podrás llevar”. La
carita roja de emoción contestó con un gesto; las palabras no le salían.
Aturullada, balbuceó unas gracias y salió. Comenzó a caminar, y solo a
la altura del parque se dio cuenta de que era propietaria de la maleta.
Dentro sentía como si hubiese hecho un pacto con el diablo, pero le dio
igual. Esa propiedad la sacaría del pueblo, del destino cerrado que la
esperaba si se quedaba en él. Le abría las puertas del mundo. Y semana
tras semana iba a ver a Julián, que con ademanes graves para que ella
comprendiese que la tomaba en serio, cogía las monedas que Adela reunía
trabajando como zurcidora, lavando ropa o fregando suelos.
Tardó muchas semanas en completar el pago. Ya había dejado de ser una
niña cuando el prestamista le dijo mirando el pagaré que ya era suya,
que podía llevársela, y Adela, casi sin fuerzas para cogerla, la tomó
del asa, y con ella en su mano, dejó atrás ese mundo limitado y se
enfrentó a otro destino. El que ella fue creando pegando, viaje tras
viaje, nuevas etiquetas en su maleta.
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