Todo
podía haberse quedado en la anécdota de imaginarme quién lo hizo, pero esa
noche, en vez de dejarme llevar por el libro, me la pasé imaginando la vida del
profesor: alguien decepcionado con su vida, al que toda una juventud de
esfuerzos le había dejado, no unos recuerdos con los que compartir las horas
que le quedaban por llenar, sino momentos descarnados que le hacían reconocerse
en frase tan real para él, tan anodina para cualquiera que no se sintiese
triste, gris, pobre y jubilado de maestro.
También pensé que si iba a la biblioteca,
ahora que sus horas dependían de él, su vida no podía ser ni tan gris ni tan
triste: disponía de todo el tiempo para sumergirse en esos libros a los que no
pudo dedicar sus tardes cuando era más joven, cuando las horas nos viven y no
al revés. Ahora todos los libros querrán elegirlo.
Después pasé a intentar imaginar su aspecto;
quizás fuese correctamente vestido, de oscuros, puede que un bastón le ayudase,
seguro que era de modales impecable y dejaba que su mirada se alejase del
presente, ensimismándose en otros recuerdos. Su carácter debía de ser irritable
y su paciencia poca domada: seguro que los niños y él pasaron un infierno
juntos en el aula. No recuerdo cuando me dormí y pasé, de pensar a soñar.
A
la mañana siguiente, me desperté cansada, miré el reloj desorientada, intentaba
hilvanar jirones de un sueño que aún
estaba fresco, pero como ocurre cada vez que se le intenta retener, se me iba
esfumando, vaciándose de contenido y lógica. Siempre me ha sorprendido la
viveza de las imágenes oníricas, sin entender del todo, cómo puedo verlas sin
mirarlas, desde dentro del recuerdo de su luz, con sus propias leyes físicas.
La
cuestión era, que lo que había soñado, me cambió las expectativas del día, y de
todo, desde aquella mañana.
Me
fui a la biblioteca, pero no a por libros, sino a por los que los leen. Mi
tiempo tenía sentido.
Tenía
que encontrar al maestro triste y gris. Al hombre obsesivo del doble triángulo.
Tenía
que coger más libros, leer en ellos las pistas de sus anteriores lectores;
deducir su carácter, su aspecto, sus anhelos, inquietudes y vidas. Buscarlos
entre las estanterías, deduciendo, por cómo trataron los libros, su manera de
moverse, de vestir, de vivir. Comparándolos con los rastros que ellos mismos
dejaron tras sus lecturas, escritos entre lo ya escrito, dejando sus manías y
sus vidas reales entre las impresas, entrelazando lo mezquino con lo grandioso,
renovando lo épico con lo diario.
Y
desde entonces, aquí vivo: entre libros.
No hay comentarios:
Publicar un comentario