Esta
segunda vez, estaba a punto de irme cuando oí a uno de ellos caer al suelo,
supongo que por la rapidez que tuvo un lector en sacar a su compañero. Estaba
tumbado bajo el estante que acababa de visitar, me agaché a cogerlo. Era un
libro muy destartalado, el pobre. No conocía a su autor, pero fiel a mi juego
me di por elegida, llevándomelo a casa.
Salí de la biblioteca con un mundo nuevo en el
bolso y la ilusión de descubrirlo, tan pronto como me dejase la rutina de la
vida diaria --que de vida, tiene poco--, y pudiese, libre ya del arrastre de obligaciones
engorrosas y con todos los sentidos puestos, buscar entre las letras lo que
hubiese podido ser mi vida, si mis circunstancias hubiesen cómo el autor
imaginara.
Estaba
empezando a vivirlo, cuando mis ojos chocaron, bruscamente, con el libro, no
con la historia que él me contaba, sino con él. El culpable de tan brusco
trasvase de lo contado a cómo contarlo, fue un subrayado a lápiz de toda una
frase, rematado por un círculo, que acotaba sin piedad, a una de sus palabras:
“… era un hombre gris, pobre, triste y amargado, parecía un maestro jubilado…”
Desde
el círculo que encerraba a la palabra “maestro” y a su adjetivo, salía una
flecha que te llevaba hasta el pie de página donde, escrito con furia y de un
solo trazo, el espontáneo había anotado su comentario: “mierda para el autor”.
Era
tan brutal que uno intentaba no mirarlo. Pero cómo no hacerlo. Intenté imaginar
quién pudo masacrar así un libro. Es verdad, que poco respeto se les tiene y
que en más de uno se ven apuntes, resúmenes, subrayados, incluso comentarios,
pero semejante opinión, tan tajante, iba más allá de lo que mis ojos habían
leído nunca en libro ajeno.
No
pude evitar pensar que alguien que demostraba tanta furia, sólo podía ser uno
que se hubiese identificado, y aludido con la descripción: un profesor
jubilado, y si esa era su profesión, el delito era doble, o la ofensa muy real.
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