Es
gratificante intercambiar palabras, pero aún lo es más compartir el
silencio. Sentirse plenamente comprendido sin necesidad de diálogo, a
gusto con la ausencia de cualquier estorbo que amenace romperlo. Sólo se
podría admitir un suave contacto, un leve roce, una ligera presión.
Nada más.
Esos momentos blancos dicen más y son mas profundos
que horas de conversaciones, planes, caminos, imágenes. Sólo cerrar los
ojos y escuchar lo inaudible, lo que ni uno sabe que lleva dentro ni se
dice; el ruido diario lo enmudece.
Silencio en compañía. Sin tensión. Sin tiempo.
Silencio en compañía. Sin tensión. Sin tiempo.
El
lujo de oír tu silencio escuchando ese otro silencio igual de mudo y
vital, nos confiere la sensación de entenderlo todo sin necesidad de
explicar nada, lo que no logran las palabras, eternas liantas. Pueden
pasar minutos, segundos, horas o años, en la misma posición sin hablar,
intercambiando sensaciones conocidas, recuperadas o nuevas: un transvase
ancestral de paz, tranquilidad.
Puede que nuestros antecesores
se sintieran así hace tanto, no hace nada, ante el fuego, recogidos, sin
apenas modo de hacerse entender por un lenguaje incipiente pero ya
hermanados en las emociones, lucha, curiosidad, afán por estar juntos;
necesidad de ser unos en otros. Quizá ese silencio atávico sea el que se
convoca cuando encuentras con quien compartirlo.
Y en ese silencio se dice todo.
Y en ese silencio se dice todo.
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