Los problemas, verlos, saber qué hacer, solucionarlos en suma, es de lo
más fácil que hay: quién no entiende que un borracho terminaría con su
problema simplemente dejando de beber. Es obvio.
Pero ahí está lo duro; en dejar de beber, en dejar de ver a esa persona,
o en no comer tanto, en hacer más ejercicio, o en cambiar de empleo,
casa, pareja, hábito, ciudad..., lo que es tan sencillo de ver y
comprender, es lo más complicado de hacer.
Ni el borracho deja de beber simplemente, ni se cambian hábitos ni se
dejan personas. Sabiéndolo, se sigue jugando, bebiendo, robando,
impostando, sufriendo con él o con ella, muriéndonos poco a poco
atrapados en nuestros propias trampas tan fáciles de ver, tan imposibles
de abandonar.
Y así vamos viviendo, muriendo, actuando contra nosotros mismos,
desajustando lo que se arreglaría con no mirar atrás, evitándolo,
comportándonos de modo opuesto. Pero nos aferramos a los recuerdos, al
instante de placer dudoso que nos ata, al yo erróneo. No sabemos
liberarnos de nuestra propia condena; la que nos encarcela en lo más
profundo de nosotros: la incapacidad de dejar atrás lo que nos impide ir
hacia adelante.
Somos la contradicción del propio deseo.
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