-No te preocupes. A mí me costó media vida.
Mirándome con una intensidad casi hiriente, me empezó a explicar cómo ver el cuadro.
-En ese cuadro se puede ver lo infinito, ya que en él se repite lo finito una y otra vez.
Ante mi estupor le oí preguntarme qué veía primero.
-Una puerta cerrada.
-Esa puerta está hecha de madera. ¿No?
-Sí, de madera, parece.
-Pues piensa que para hacerla se necesitarían árboles. Piensa en un árbol. La semilla, la tierra, el agua, el tiempo que necesitó para crecer y ser cortado y dar otras semillas... piensa en los animales que vivieron en él y gracias a él..., en el hombre que lo taló, con su nacer, sus circunstancias, que a su vez te llevarán a otro comienzo. Todo siempre encadenado, y a su vez, ramificado.
Sus palabras las veía en imágenes descomponibles. El árbol en ramas, hojas, sabia... la tierra, sus distintas capas, con sus distintos elementos, y en sus diferentes edades... el agua microscópica... el principio del entrecruzamiento de genes...
-¡Pero esto es una enormidad! -exclamé abrumado.
-Esto es sólo la puerta, amigo mío. Sólo la puerta me costó diez años -paró unos segundos y luego me formuló otra pregunta. ¿Para qué sirven las puertas?
-Para entrar.
-¡Eso es! Aún queda pasar adentro, imaginar lo que hay, las gentes que ahí viven, lo que piensan, lo que están haciendo... y nunca repites, porque aunque hayan otros árboles, sus semillas serán siempre diferentes, sus crecimientos distintos, sus climas irrepetibles... y con los hombres, mucho más evidente.
-¿Y ya lo has visto todo?
-No. Pero ya he logrado llegar a otro plano.
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