Más allá de las rocas.
De los primeros recuerdos que tengo está el de salir todas las tardes, antes de que el sol se pusiera, con mi cubo y mi pala, hacia las rocas. Era el punto desde donde mejor veía mi madre si ya llegaba papá. Los barcos pesqueros que habían terminado de faenar se acercaban cargados, o no, al puerto situado más allá de esas rocas negras llenas de vidas primitivas; cangrejos, berberechos, mejillones, seres extraños que se refugiaban o anidaban entre los recovecos de esas piedras impresionantes, eternas, contra las que se golpeaba el mar una y otra vez, rompiéndose en una espuma blanquísima que me salpicaba dándome a probar, quisiera o no, su sabor salado, el picor en los ojos si no los había cerrado por pillarme desprevenida, y ese olor a infinito, a misterio; lleno de peligros y traición.
Mamá siempre me instaba a darme prisa. Ansiosa, tensa, me vestía casi con brusquedad, con las manos torpes por la urgencia, y no se calmaba hasta que no descubría el barco, hasta que no escuchaba la señal convenida desde novios, desde ese primer día en el que salió al mar: dos toques largos y uno corto que retumbaban, compitiendo por oírse de entre las demás señales acústicas que los otros barcos también emitían anunciando a los suyos, que una vez más, el mar les había permitido regresar. Mamá no paraba hasta verle, oírle, entonces respiraba, su rostro se relajaba y se acercaba a jugar conmigo; me enseñaba a coger con mi palita esos seres tan raros, medio monstruos, medio chiste, que acabábamos comiendo en casa, cocinados a toda prisa en la cocina antes de que papá llegase con sus historias del día, buenas o malas, impregnando el ambiente de ese olor a mar que habitaba en casa: todo ahí dentro olía a salitre, a vida arrebatada, a rocas negras.
A veces también venía mi abuela; lentamente se acercaba a donde estábamos, sola, el abuelo odiaba bajar a las rocas, le parecía de mujeres no esperar al hijo en el mismo puerto para ayudar a los hombres con las amarras, las redes, la carga. Nunca bajó a las rocas, no quería saber por anticipado si los barcos sobrevivieron al día, al mar, al destino. El abuelo curtido por el sol y la sal se negaba a estar junto a nosotras: tres generaciones que habían aprendido a mirar más allá de las rocas, esperando al padre, al marido, al hijo.
De los primeros recuerdos que tengo está el de salir todas las tardes, antes de que el sol se pusiera, con mi cubo y mi pala, hacia las rocas. Era el punto desde donde mejor veía mi madre si ya llegaba papá. Los barcos pesqueros que habían terminado de faenar se acercaban cargados, o no, al puerto situado más allá de esas rocas negras llenas de vidas primitivas; cangrejos, berberechos, mejillones, seres extraños que se refugiaban o anidaban entre los recovecos de esas piedras impresionantes, eternas, contra las que se golpeaba el mar una y otra vez, rompiéndose en una espuma blanquísima que me salpicaba dándome a probar, quisiera o no, su sabor salado, el picor en los ojos si no los había cerrado por pillarme desprevenida, y ese olor a infinito, a misterio; lleno de peligros y traición.
Mamá siempre me instaba a darme prisa. Ansiosa, tensa, me vestía casi con brusquedad, con las manos torpes por la urgencia, y no se calmaba hasta que no descubría el barco, hasta que no escuchaba la señal convenida desde novios, desde ese primer día en el que salió al mar: dos toques largos y uno corto que retumbaban, compitiendo por oírse de entre las demás señales acústicas que los otros barcos también emitían anunciando a los suyos, que una vez más, el mar les había permitido regresar. Mamá no paraba hasta verle, oírle, entonces respiraba, su rostro se relajaba y se acercaba a jugar conmigo; me enseñaba a coger con mi palita esos seres tan raros, medio monstruos, medio chiste, que acabábamos comiendo en casa, cocinados a toda prisa en la cocina antes de que papá llegase con sus historias del día, buenas o malas, impregnando el ambiente de ese olor a mar que habitaba en casa: todo ahí dentro olía a salitre, a vida arrebatada, a rocas negras.
A veces también venía mi abuela; lentamente se acercaba a donde estábamos, sola, el abuelo odiaba bajar a las rocas, le parecía de mujeres no esperar al hijo en el mismo puerto para ayudar a los hombres con las amarras, las redes, la carga. Nunca bajó a las rocas, no quería saber por anticipado si los barcos sobrevivieron al día, al mar, al destino. El abuelo curtido por el sol y la sal se negaba a estar junto a nosotras: tres generaciones que habían aprendido a mirar más allá de las rocas, esperando al padre, al marido, al hijo.
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