Hay
veces que un edificio en ruinas, o en esa fase de demolición en la que
todavía no es puro escombro, queda como partido, mostrando impúdicamente
lo que las paredes ahora inexistentes guardaban; las distintas
habitaciones con sus papeles pintados, algún cuadro, muebles que no se
quisieron llevar o no pudieron, porque les pilló desprevenidos su
hundimiento, sanitarios, objetos que de lejos nos recuerdan a los que
tenemos en casa: lámparas, muñecos, alfombras. Sobrecoge.
Es el
cuerpo agonizante de lo que todavía no está muerto, del que estuvo vivo.
Es desolador, incluso inquietante, ver abiertamente aquello que la
gente que habitaba en ese espacio, ahora roto, utilizaba y quería.
Intimida un poco, como si estuviéramos espiando algo indebido, mirar
esos espacios descarnados que los acogía. Era el hogar, el refugio del
mundo de unos propietarios que forzosamente han tenido que abandonarlo.
Habitaciones que nunca habríamos visto y ahora se muestran desnudas,
impúdicas pero a la vez, turbadas, incompletas, asustadas, abandonadas a
su suerte sin acaban de entender qué ha sucedido.
Una de las
imágenes más impactantes tras una catástrofe, un bombardeo, es la de
esos edificios abiertos, destrozados, imposibles de habitar pero todavía
llenos de lo cotidiano, igual que una casa de muñecas a la que se puede
ver con un simple movimiento de sus paredes, pero siniestra.
Contemplar las ruinas de algo que en su día nos acogió, siempre duele.
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