Hay
días en los que cabe de todo;como si cada hora fuera vivida en
diferentes lugares: puedes andar entre calles deprimidas donde, para
evitar que la gente salte, hay hincados sobre la parte alta de sus
paredes cristales que sólo con mirarlos duele; sentarse en el césped
verde y observar cómo los niños se divierten mientras los padres,
vigilantes, se relajan -quizá los mismos críos que si no tuvieran
cristales esos muros, los asaltarían, o los mismos padres que si
vivieran más abajo, los pondrían-; asistes a un concierto en una capilla
bizantina de clave, viola da gamba y voz de contralto que te retrotrae a
ambas épocas, sentada en la tuya propia; te mezclas con personas
vestidas con sus mejores galas y perfumadas hasta el mareo, que beben y
prueban canapés de sabores encontrados; mezclas a veces afortunadas,
otras, menos; tomas un café con amigas entrañables a la que cuentas tus
planes, esos que nunca acaban de llegar y que cuando lo hacen, estás en
otras cosas ya, y los disfrutas después.
Hay días en los que todo
cabe, otros en los que parece que nada sucede, los más van pasando y
uno recoge de ellos ese sabor a cotidiano que nos va marcando el ritmo,
los menos son los excepcionales; el cúmulo final de un camino que se
recorre en los días más humildes, los llenos de esfuerzo, pasitos y
pequeñas alegrías, los más normales; de ahí salen los llamados grandes
días, todo quimera sin esas horas de atrás. Pero a veces, cuesta tanto
andarlas, aunque no hay otra manera de llegar a un sito que no sea con
un pie detrás de otro, un día detrás de otro, una ilusión detrás de
otra.
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