Buenos días.
Buenas.
La portera de la finca dejó de barrer para ver mejor
cómo el nuevo inquilino se alejaba calle abajo.
Estuvo sus buenos
minutos apoyada en la escoba, rezongando. Cuánto no habría dado en esos
momentos para tener a alguien con quien comentar sus impresiones del caballero
que acaba de salir, como cada día a la misma hora desde que se alojaba en sus dominios.
Su hijo ya no la
hacía ni caso, harto estaba de oírla durante todos los desayunos de estos meses
atrás.
Pues lo que yo te diga, hijo, que ese señor es muy raro.
Pues no sé que le ve usted de raro al hombre. Yo le veo
normal. Normal, normal… ¡pues no es
normal!, tiene un no sé qué, un escalofrío le hizo agitarse toda
ella, es el tipo de hombre del que no me extrañaría nada que
apareciese en los periódicos.
Usted ve mucho la tele, madre. Déjele en paz.
No, si yo le dejo, le dejo. No me atrevería a molestarle,
hijo. Me da repelús, eso es todo.
Samuel, el caballero
que tanto inquietaba a la portera de su nueva vivienda, dio la vuelta a la
esquina para hacer cola en la parada del autobús.
Al ratito de estar
entre el grupo, las conversaciones bajaron de volumen hasta extinguirse. Todo
quedó suspendido, congelado.
Hubo una señora que
se le quedó mirando de reojo y una pequeña se agarró con fuerza a la mano de su
madre, metiéndose literalmente bajo sus faldas.
Su mera presencia les
alejó de sus planes cotidianos durante unos minutos, sumiéndoles en sus
pensamientos más recónditos, más olvidados. El autobús llegó, puntual.
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