Pero, o el trabajo, o
la desidia o el miedo a confirmar el asunto le frenaba. Quizás también
influyese la vergüenza oscura de dar crédito a lo imposible, a lo
supersticioso. Al fin y al cabo, quién mejor que él para no creer en lo
sobrenatural, en los fantasmas. Él, que se pasaba las horas enterrando sus
huesos para evitarles errar.
Un grupo de personas
dolientes le volvió a su presente, dejando para mañana el seguirle.
Samuel se internó por
el laberinto de lápidas y nichos, andando decidido hacia la suya. Miraba hacia
delante, giraba con la precisión de un ciego en su ruta diaria. No debía
encontrarse con nadie. Una vez casi le pilla.
Fue una niña, él no
había previsto verla así, pequeña, indefensa con esos ojazos verdes y esa
manita que casi toca la suya.
Señor, por favor. Me he perdido, ¿puede llevarme con mi
mamá?
La niña era muy
blanca, le recordó a la suya propia, ya muerta. La ternura de la pequeña, el
recuerdo de la suya, casi le hicieron asir la pálida manita tendida.
Aún no sabe cómo,
pero paró en seco. La miró. Su sonrisa de ángel se agudizó, y sus ojos verdes
mostraron la profundidad más negra, más serena, más antigua que ser humano
pueda nunca ver, y quedar indemne.
No se lo llevó, como
no lo hizo el día en el que fue a por él y no pudo encontrarlo. En esos segundos en los que se miraron hubo
un trato, una suerte de entendimiento tácito. Volverían a encontrarse. Ella
había encontrado un reto, él estaba a la altura. Se entendieron.
Ella lo volverá a intentar, regresará.
Él procurará que no sea hoy.
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