¿Y Mariano? la anciana, con un hilo de voz,
espetó a bocajarro la pregunta al hombre, recién llegado, que estaba abriendo
la verja.
Él delgado y alto, curtida la piel hasta parecer de leña, tosco
en sus maneras, suspiró y empujando la puerta
con dificultad se juró engrasarla al día siguiente como se había prometió el anterior.
Pase, doña Mercedes, pase, que ahora viene.
¿Quién? preguntó la mujer con sus azules
ojos aguados abiertos demostrando su sorpresa.
Nada, nada. Ande, pase usted.
El hombre se apartó
para dejarles entrar en el cementerio, echándole una mirada de tristeza a ella
y otra de respeto a Samuel. A ella la veía cada día desde que entró para cubrir
la plaza de Mariano, hace ya sus años, y a él desde hacía unos meses.
El primer día que le
vio le llamó la atención de inmediato. Correspondía punto por punto con el de
la leyenda.
La escuchó por
primera vez estando de interino como sepulturero en un pueblo aislado y casi
despoblado. Su compañero, un hombre alegre, grandote, guasón hasta la
irreverencia, le fue enseñando su oficio. Nada mas ser presentado, le palmeó la
espalda y con esa voz ronca que da el fumar constante le dijo: “que no te llame
a engaño los pocos paisanos de por aquí, ya verás, ya. Parece mentira que tan
pocos vivos den tanto trabajo con sus muertos”.
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