El conductor de la
línea tras cobrarle, le siguió con la mirada.
No pudo evitar ver en
él a la personificación misma del daguerrotipo de su bisabuelo.
Recordó aquella
imagen que tan vívidamente le atrapó de niño, revivió cuánto le impresionó ver
ahí dentro, apresada en un cartón grueso, manchado de humedad, la imagen de una
persona muerta, ajena a él pero totalmente relevante para su propia vida.
Cobrándole el importe
de su billete rememoró ese mismo instante, el que a todos llega, en el que tuvo la certeza de que toda vida acaba. Su
ingenuidad de niño se sobrecogió, por primera vez, con la intuición adulta de
que detrás de uno puede sólo quedar eso: un cartoncillo inusualmente grueso,
que en su día, apresó la imagen de luz y plata de quién sintió, se equivocó,
vivió.
Puso en marcha el
autobús, parándolo según lo iban solicitando sus pasajeros. Samuel y una mujer
muy menguada, de frágil apariencia, bajaron en el cementerio.
La señora iba andando
a pasitos cortos, lo cual le confería una velocidad respetable, incluso ágil,
para la poquita cosa que su figura representaba. No dejaba de murmurar mientras
se encaminaba al camposanto.
Samuel la seguía de cerca. Ambos llegaron a la
puerta de hierro negro más o menos a la vez.
Estaba cerrada.
Esperaron.
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