Una tarde
especialmente ajetreada, estaban desalojando a los rezagados, siempre los hay más tardos en despedirse, en retornar a la
vida sin él, sin ella, cuando notó que su colega se
quedaba tenso, atento. Lo cogió de su camisa y lo atrajo hacia sí.
¿Lo has visto?
¿A quién?
A ese hombre, aquél de negro. Mira por ahí va. Estaba agitado y Juan no le acababa de entender. Eso le puso
más nervioso.
¿Dónde? ¿Quién?
¡Pero, sí, hombre! El que se acaba de ir.
No sé, lo siento. No le vi.
¡Pues que bien!
No te enfades, no es para tanto, digo yo.
Entonces es cuando
supo, por él, lo que a él le habían contado de niño cuando ayudaba a su abuelo
en el camposanto, que a su vez le fue narrado cavando su primer tumba de joven:
La leyenda del que engañó a la muerte.
Con voz grave, como es de ley contar asuntos
oscuros, su amigo le narró los detalles, que él fue olvidando, aunque lo
principal se le grabó: El hombre se escondió en su propio nicho, y por unos
segundos ella no lo encontró. Pasó su momento. Ahora es un duelo entre los dos.
El sepulturero se
volvió para seguirle con la mirada. Se había jurado, costumbre muy suya, espiarle para cerciorarse de si
era o no él. Sería fácil, el hombre que burló al tiempo ha de visitar su propia
tumba vacía, hasta que ella lo encuentra y entonces cambia de cementerio, como
el que cambia de ciudad.
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