El barullo es tremendo, conversaciones cruzadas, diferentes idiomas, risas, algún que otro grito estridente, algún que otro sollozo suave; gente disfrutando de estar con gente. Al final encontramos mesa, sin pensarlo mucho nos sentamos y pedimos, los camareros más que atendernos se arrastran mirando la hora, bromeando entre ellos, intentando contagiarse del ocio de los que atienden. Ahora son nuestras voces las que se unen al ambiente, quizá, alguien atento también esté recogiendo las palabras que compartimos, comentando la película recién vista, aún caliente en las retinas y viva en los oídos, hilvanando la noche como un juego de construcción, recogiendo lo que dice uno para añadir el otro y formando un tapiz agradable y estrellado.
Una vez sentados, los que cantan se acercan, y los que venden también, supongo que pensarán que la presa, así situada, es más fácil de acorralar, y me sorprendió la cantidad de cosas inútiles que llevaban colgando, ya que el escaparate son ellos mismos; gafas de colores chillones que se iluminan con tres formas de destellar; llaveros, gafas normales, mecheros y supongo que algunos, dependiendo de la palabra clave, algo más.
Pero la mercancía estrella eran rosas; flores protegidas por un celofán que no cesaban de poner ante nuestros ojos. Estos vendedores eran más agresivos y audaces en ofrecer la mercancía que los demás que se conformaban con pasear sus bienes con cara de circunstancias; los de las flores iban desesperados, no sé si se debería a que la mercancía en sí misma es caduca y si no lo venden hoy, mañana será difícil colocar una rosa mustia, por mucho papel de celofán que la disimule, o porque el gremio es así. Pero no fue una apreciación mía, porque cuando nos tiraron, más que nos fuimos de la mesa conquistada horas antes, por unos camareros aliviados de poderse ir ellos mismos a buscar su ocio, paseamos calle abajo y en uno de los bares había un letrero donde prohibían, no el hecho de fumar o la entrada a menores de edad, ni siquiera droga: Prohibían la venta de rosas.