-Disculpe mi
impertinencia.
No
he podido evitar fijarme en usted, lleva casi una semana sentándose en este
mismo banco, desde el mediodía hasta el anochecer. ¿Espera a alguien? ¿Le puedo
ayudar de algún modo?
El
hombre que está hablando, es el mozo de la única estación de trenes de la
localidad y el interpelado es una persona de edad indefinida. A plena luz
parece joven pero a medida que el sol se va escondiendo, y gana el atardecer a
su luz, va envejeciendo hasta convertirse en anciano bajo los reflejos de la
luna.
-Espero a mi tren-. El anciano, apenas visible por ser luna
nueva, contestó sin mirar.
El mozo de la estación, se apartó de
él sintiéndose, sin entender muy bien por qué, ofendido, molesto con él mismo
por haberse acercado.
Le había llamado la atención
esa persona de edad incierta que parecía estar esperando sin esperar. No era un
vagabundo, no era un pasajero habitual ni uno de paso. No se le veía mirar el reloj,
ni los horarios, no paseaba arriba y abajo, impaciente, no conversaba con
nadie. Extraño.
Le quitó importancia y continuó
con su faena. Intentó comprender el malestar que le había dejado hablar con él.
¿A él qué más le daba, al fin y al cabo? Empujó el equipaje con más fuerza de
la necesaria y se tuvo que oír una recriminación de la dueña, además.
Al
día siguiente, la persona joven con el sol y anciana con su ausencia, ya no
estaba. El mozo lo echó a faltar. Pasó todo el día preguntándose si le habría
ofendido con su pregunta -tendía a culparse de
todo-, pensó que quizá mañana apareciese.
Mañana
no apareció, ni al otro ni al otro.
Sus
recuerdos difuminaron la presencia física de ese hombre, le hicieron dudar de
su realidad.
El mozo, a lo largo de su vida, recorrió muchas estaciones, envejeció entre equipajes, vagones, silbatos. Vivió su vida como
mejor pudo. Pasaron años, meses, días..., y en uno de esos minutos, sentado en
una estación, a cientos de kilómetros de donde le vio por primera vez, estaba. Quieto. Callado.
El joven portaequipajes de hace unos años, anciano jefe de estación de ahora, se impresionó al
verle. No fue recuerdo irreal, sino imagen cierta. Se le acercó y le preguntó: "¿A qué espera?"
—A ti
El
cadáver se encontró al día siguiente, sentado, quieto. Joven bajo la luz del
sol, viejo bajo la luna.