viernes, 30 de agosto de 2013

Versos

Detrás siempre hay alguien; nos sigue la estela de quienes fuimos.
Delante siempre hay alguien; es la sombra de lo que seremos si sabemos ser.
Alguien siempre va detrás y delante de nosotros, nuestro pasado que será futuro y que no existe.
Somos ahora, que pronto será hace un instante y jamás llegará a pisar el momento que está a punto de ser. Nos pisamos la sombra dejando una estela.
Pues que sean unos buenos pasos porque una vez hechos, serán nuestros. Seremos lo que hagamos.

miércoles, 28 de agosto de 2013

No tan lejos

Se tiende a creer lo que se nos dice, más aún si se activa el sesgo de autoridad que ya comenté, se vive sin esa postura crítica que es la que llevó a unos pocos, da igual la época, a cuestionárselo todo y por lo tanto, a avanzar en la Historia, consiguiendo que ese criterio libre les llevara, muchas veces incluso, a la hoguera o en el mejor de los casos, al ostracismo, pero que ahora, desde la comodidad, veneramos.
Lo malo, es que actualmente, dejamos de pensar, no por miedo, sino por simple despreocupación, desidia, o llanamente, por falta de costumbre.
Se tiende a creer, también, lo que nos conviene, si lo que se nos pone por delante es un crítica negativa contra algo, o alguien, que nos perjudica lo aceptamos sin más.
Y aquí estamos en el siglo XXI cometiendo los mismos errores, haciendo eco de lo que se nos dice, haciéndonos cruces cuando quieren y sin más capacidad de crítica, de investigación, de mirar los dos lados de la moneda para luego, ya, decidir, opinar, criticar.
George Orwell, en su 1984, se acercó más que peligrosamente a esa dictadura perfecta basada en la neolengua, en el no pensar por uno mismo, y en el no sorprenderse por las obvias contradicciones de los que lanzan la información.

domingo, 25 de agosto de 2013

Complejidad sencilla

¿Qué es vivir?
Biológicamente está claro, hay un organismo que respira, cumple sus funciones vitales básicas y muere.
Pero, no sólo es eso, seguro que no.
La metaconciencia; ese conocimiento íntimo, y a la vez colectivo, en el que aprehendimos que estábamos vivos porque un día dejaríamos de estarlo, que nos separó de los primates hace ya miles de años -aunque no tantos como para que nos lo creamos demasiado-, y que vino a dar sentido -y confusión- a la vida.
La carga de ser conscientes del paso del tiempo, la necesidad de no pasar por nuestra vida en balde, simplemente respirando, nos crea la grandeza y la angustia de aprender a vivirla.
Cada uno la entiende a su manera, pero en todos subyace esa inquietud, ese punto un tanto incómodo, ese vacío ante los días que cada día comenzamos: El preguntarnos qué hacemos, por qué estamos aquí, qué queremos de nosotros, es inevitable. Por supuesto, que unos se lo preguntan rapidito, otros intentan ni enterarse de que se lo cuestionan, los hay que se lo plantean demasiado y los que buscan el equilibrio entre la falta real de respuestas y el hecho innegable, de que aún sin ellas, se sigue viviendo.
Lo que cada cual se responda es, en gran medida, el patrón básico de cómo irán moviéndose por sus días. Y esas respuestas, además, irán cambiando con ellos a lo largo de sus experiencias vitales. Así la contestación a la pregunta, ya de por sí difícil, se multiplica en complejidad.
Se podría decir que la vida es lo que se va viviendo, que no existe ningún plano base sobre el que rectificar tabiques al gusto, que lo que a uno le sirve, al otro no, que sólo se saben las actuaciones correctas aposteriori, cuando ya no hay esa segunda oportunidad para rectificarlas. Hay que tirar de intuición, conocimientos, riesgo y fe, fe de que hagamos lo que hagamos, en realidad, lo hacemos bien, ya que eso es vivir: actuar con respecto a la conciencia que tenemos en cada momento con los recursos de los que disponemos en ese preciso instante.
Vivir es saber que la vida depende de uno, a pesar de tener la sensación de que es todo lo contrario. Y que sólo se puede actuar de segundo en segundo. Hoy será ayer, así que hay que mirar bien qué se hace hoy, ahora, porque no sólo nos va configurando a nosotros mismos, sino que vamos edificando lo que seremos.
Vivir, qué sencillez abrumadoramente compleja.

viernes, 23 de agosto de 2013

Ellos, los bebés

Ellos, los bebés están en ese mundo mágico del que están aprendiéndolo todo y se fijan en cada detalle con una atención intensa, como para recordarlo siempre. 
No pesan nada, aunque si los tienes rato en brazos, y has perdido la costumbre, acabas notando que no son tan livianos. No paran quietos, se revuelven, como de goma, contorsionándose para ver lo que quieren o detenerte donde algo les llamó la atención.
Usan el dedito que apuntar lo que aún no saben definir, o lloran o ríen para hacerse entender.
Te miran fijamente, como ningún adulto lo hará jamás, mientras les hablas, observando su entorno en busca de las palabras que les dices, aprendiendo a reconcer sus formas y colores. Saben que les cuentas su mundo, el que aún no dominan.
Son imprevisibles, igual se levantan que se sientan o cogen el juguete y lo lanzan ansiosos, y te miran, con esos ojazos siempre profundos, siempre alerta.
Lo que más les gusta lo cogen y se lo llevan a la boca, para reconocerlo mejor, sentir su textura, su dureza. Aprenden a ver con ella y con las manos, que poco a poco, como nuestros ancestros, perderán su torpeza y comenzarán a dominar su entorno: pulsando botones, colocando objetos, adecuándolo a sus necesidades. Irán creciendo, aprendiendo a crecer.
Cada niño es como si pasara por todas y cada una de las etapas evolutivas que tuvo que atravesar el hombre para ser hombre.
Y mientras tanto, les protegemos, les enseñamos, les cuidamos. Y ellos a cambio, nos devuelven nuestro pasado.

miércoles, 21 de agosto de 2013

Lejanía

De chica pensaba que lo que estaba sucediendo ya había pasado, que era como el reflejo de las estrellas que ya murieron pero aún vemos su brillo.
Y bueno, no lo acabo de descartar, quién sabe, igual somos un instante eterno que se abre en un presente ya pasado. Un arco del tiempo que lentamente lo vivimos como un ahora. 
Enfocarlo así ayuda a ponernos en perspectiva; cuando algo va mal, y suele ir mal algo de vez en cuando, es saber que se solucionó, que tiene una resolución ya hecha, que se pasará. Es mirarlo desde el futuro, no angustiarse por este momento ruinoso y mirar más allá.
Siempre ayuda ver las cosas desde su totalidad y no ahogarse en sus partes. Siempre la lejanía, la objetividad da la clave y el atascarse entre las piezas nos aleja de la solución.
Ya pasó. Es esperar a que pase en este ahora.

lunes, 19 de agosto de 2013

Esperas

No me importa pasar horas y horas en trenes, autobuses, coches, aviones viendo pasar el paisaje al ritmo de los pensamientos, es más, me gusta. Pero si se paran, no. Cada parada, ya sea por un atasco, semáforo, estación, me rompe el hilo de mis ideas, me las deja cojas, en espera. Es irritante. El movimiento las empuja, fluyen.
Ir de un sitio a otro es un momento irreal, no estás en ninguno punto; ni el de inicio ni el de término, vives en un puente entre ellos, la actividad cesó en el primero y no se puede comenzar aún en el segundo. No hay. La espera, el tiempo que se tarda en recorrer ese espacio es de uno. Es como un regalo. Unas horas únicas.
Sé de gente que las aborrece, se aburre, se cansa, va lleno de crucigramas o libros o música. Pero a mí me gusta llenarlas de ideas sin metas, de pensamientos libres porque no tienen razones prácticas de ser: solo son.
Por eso cuando se para el vehículo, los matan, los despiertan, los vuelven a la realidad de un tiempo ya medido. Y dentro de esos metrónomos los sueños dejan de volar.

jueves, 15 de agosto de 2013

Jerarquías

Cuando algo no te gusta, hay tres soluciones básicamente: o intentas no verlo y dejarlo correr, o te rasgas la vestiduras ante la desesperación pero no lo solucionas, o con calma te planteas, que aunque no te guste nada, aunque quisieras desaparecer, no puedes así como así, por lo tanto, miras de frente eso tan terrible y lo desmenuzas hasta que puedas enfrentarlo, arreglarlo, minimizarlo, asimilarlo.
Y sí, hay tragos terribles, pero si los sitúas, si le das la perspectiva correcta, es más fácil sobrellevarlos. La cima de esa jerarquía ha de ser la muerte, desde ahí hasta abajo, se colocan los problemas de mayor a menor importancia, y en la base, se coloca siempre la pasividad, el dejar que todo suceda y no mover un dedo.
De esa pirámide siempre se sale fortalecido, atravesar esos laberintos llenos de trampas y maldiciones nos dejan nuevos.
Teniendo a la muerte como opción, lo demás, en serio, se aligera. Siempre una buena visión desde arriba, lo abarca todo mejor.

lunes, 12 de agosto de 2013

Pies desnudos

No hay día que sea igual y no es esa la sensación que tenemos normalmente, sino quizá todo lo contrario. Vemos el tapiz de las horas muy similar, buscamos emociones y estímulos que nos cambien el tono, del tipo que sean: el asunto es ver ese entramado menos gris, menos cotidiano.
Pero no lo es. Se mueve y transforma, somos nosotros quienes nos empeñamos en domesticarlo, necesitamos una rutina para ser más libres, lo que parece paradójico pero no lo es. La mente funciona mejor cuando está menos ocupada, la creatividad surge desde la línea base y se va ampliando en al frecuencia de su onda.
Los días los metemos a calzador porque así los dominamos mejor, solo que si no sabemos descalzarnos de vez en cuando, nosotros mismos perderemos la frescura de andar sobre la hierba. Esa que no veremos al pasar cerca cada día.

sábado, 10 de agosto de 2013

NIños

En qué etapa se disfruta más de la niñez, ¿cuándo se es hijo o padre?
De niño uno está sumergido en un mundo desconocido al que ni siquiera se sabe que hay que conocer. El tiempo es diferente, los impulsos absolutos, las necesidades inmediatas. Juegas protegido por los padres que te enseñan a vivir. Eres feliz sin saberlo. El cariño que te dan, lo que te cuentan -los pilares sobre los que crecerás-, los recibes sin cuestionarte nada, indiferente al coste vital paterno.
Si vives la infancia, desde el punto de vista del padre, eres más consciente de todo, anticipas lo bien que se lo va a pasar el hijo con esto o aquello, te embelesas ante cualquier estímulo que creas que va a ser interesante para él, anticipando su reacción, tanto que no aciertas a llegar a casa para compartirlo, o lo guardas para la ocasión impaciente como un crío.
Ves por sus ojos lo que viste desde los tuyos propios, pero ahora sabiendo lo que veías, lo que mirabas.
La infancia no dura tan sólo los primeros años, no debería. Nunca habría de perderse la ilusión de recrearla, de compartir con los hijos lo que disfrutamos y sufrimos de niños; los cimientos de la curiosidad. Esa alegría, el enfoque desenfadado del que aún no es adulto, no debería morir jamás en los adultos que ahora somos.

jueves, 8 de agosto de 2013

No es queja

Estamos solos.
No es una queja, es una realidad.
Pero estar solos no significa estar desamparados, o amargados, o aislados. Es simplemente que somos solos; nadie nos conoce ni podemos conocer a nadie en su totalidad, a veces, muchas, no nos conocemos ni a nosotros mismos, como para ni apenas rozar cómo son los demás. 
Aunque queramos, en momentos determinados de nuestra vida, compartirnos, no lo hacemos del todo, siempre hay reservas, secretos, sentimientos que nos guardamos, motivaciones que no deseamos que vean la luz, y menos a aquellos a quienes se supone que queremos abrirnos. El derecho a ser, a tener nuestros pensamientos, nuestras acciones solo para nosotros, sin testigos, es legítimo y es universal.
La compañía es vital, tanto como su ausencia. El equilibrio entre ambas es la que nos marca. Ni desaparecer entre los pensamientos de uno, ni diluirse entre los de los demás.
Estamos solos.
Es una realidad, no una queja.

lunes, 5 de agosto de 2013

Relato, última Parte, Tierras Umbrías



La hermana lo veía ahora, en la escuela desierta, aburrido, escondido tras el libro, soñando. Ella fue la única que decidió estudiar, irse a la capital. Se hizo maestra, se pagó los estudios trabajando en un almacén donde se guardaban los paquetes que irían en los ferrocarriles donde el padre la colocó y se hizo mayor. Vivió su vida. La vivió bien. Sin arrepentirse de nada. Pero vivió más que los que la quisieron y decidió regresar al pueblo.

La anciana, aún en el umbral, ve llegar a la niña que fue, la que ha ido a despedirse de sus recuerdos; ella con la artritis ya no puede. Caminar duele tanto que ha tenido que mandarla. “¿Qué tal todo, podemos irnos?” “Sí, ya no queda nadie”. “¿Adonde iremos ahora?” Pero la niña no supo contestar, se encogió de hombros y quedó callada mirando, por última vez desde ese ángulo, la calle, las piedras, las tiendas, el campanario que daba la hora desmenuzada en cuartos y al que se le habían llevado la campana, pues el bronce valía un pico y no era plan de dejarla ahí, y esperaron juntas.
Ahora, cuando lleguen los del ayuntamiento, podrán irse. No volverán la cabeza atrás, no regresarán, como otros, a ver la presa, a intuir el pueblo enterrado bajo el lago. No. El agua lo cubrirá todo, será otro mundo ya. Uno sumergido, con distinto tiempo, diferentes formas y vidas. Aún así, la niña, quizá por su propia curiosidad infantil, aventuró cómo sería pasear por la plaza Mayor distorsionada por el agua dulce; los pasos resonarían distintos, los colores puede que fuesen más luminoso ya que el sol se bañará entre las calles, los peces sustituirán a los gatos. Sería divertido. Miró a la anciana con una sonrisa soñadora pero no, no sería bueno quedarse. No se quedarán. El agua cubrirá el cementerio, pero ellas están vivas. El pueblo mismo se convertirá en un gran templo al Tiempo. Pero ellas aún tienen Tiempo.

domingo, 4 de agosto de 2013

Relato, 6 Parte. Tierras Umbrías



La niña suspiró, dando la espalda al monte. Ya había visitado el colegio, aupándose para mirar a través de las ventanas sucias y rotas, esos pupitres destartalados, en desorden, que le conmovieron como no había logrado su propia casa. Ahí dentro vio los fantasmas de sus compañeras, a sí misma atendiendo a la maestra; fue de las pocas que entendía la importancia de estudiar: quería ser maestra a su vez.
El hermano, unas filas más atrás, soñaban con ser maquinista; siempre que podía salía corriendo de casa cuando el padre y Eusebio, el maquinista, se tomaban un café con leche caliente que la madre preparaba en un termo para esos diez minutos de parada. Manuel se acercaba y desde su altura los observaba, absorbía las palabras, miraba y tocaba todo con cuidado para que no le llamaran la atención. El maquinista, con suerte, le ponía su gorra, y si estaba de humor, le subía a ver los mandos; el niño se maravillaba de las palancas, botones, válvulas y artilugios que poco a poco le fueron explicando hasta que se familiarizó con ellos y los entendió. Los domingos, si había sido bueno, le dejaban tirar de la cuerda que activaba el silbato del tren: vivía solo para ese instante. Adoraba los trenes porque iban lejos pero sin perderse nunca; los raíles les guiaban seguros hacia cualquier parte del mundo. Su padre lo miraba orgulloso, aunque triste porque él tuvo que quedarse en la estación; de joven también soñó con recorrer kilómetros, pero de niño no se tiene en cuenta que se crecerá, que las responsabilidades en las que la vida te va metiendo tienen más peso que los sueños, y estas lo dejaron en tierra. “Mi Manuel sí atravesará el mundo de parte a parte, ¿a qué sí?” y le manchaba la nariz con hollín.

sábado, 3 de agosto de 2013

Relato, 5 Parte; Tierras Umbrías


Junto con las recetas también adquirió costumbres de la madre; ella acumulaba grandes cantidades de aceite, harina, azúcar, arroz, trigo porque la escasez de antes la había hecho precavida, y Carmen, sin necesidad real, no pudo evitar llenar su despensa también, “Pero mamá, ¿por qué compras tanto aceite?, si tenemos en casa” “Cosas que me pegó la abuela, hija”, y compraba, sintiéndose segura por tener lo imprescindible en casa, como su madre.
La niña salió de la cocina, último lugar que visitó de la casa, ahora de nuevo demasiado grande, con ecos del vacío. Desde el patio se asomó a la estación del tren de raíles herrumbrosos; hacia lustros que ninguna rueda los había pulido. Miró el silbato, aún colgado de un clavo, que ya nadie haría sonar de nuevo. Vio el monte enfrente, el que ella y su hermano atravesaban para llegar antes al pueblo vecino en el que, justo cuando se veían las primeras casas, había un pasto donde campaban vacas y toros; era el mayor atajo: atravesarlo. Manuel para no ver el peligro, entornaba los ojos, y cruzaba corriendo sin parar. Cuando llegaba al otro lado, la esperaba jaleándola, instándola a ir más deprisa. Ella a veces, prefería andar más trecho a tener que pasar el susto que le suponía invadir ese prado con esas bestias, pacíficas en realidad, pero que imponían y sabía peligrosas. “No, no cruzo. Doy el rodeo, espérame si quieres, si no, ya nos vemos en el pueblo” Y sintiéndose un poco cobarde, pero segura, apuraba el paso aliviada por no exponerse a esos cuernos, esos ojos turbios, no escuchar a sus espaldas los resoplidos, las pezuñas removiendo tierra.


viernes, 2 de agosto de 2013

Relato, 4 Parte, Tierras Umbrías

Carmen recordaba la cantidad de regalos que les llevaban a sus padres. En la despensa siempre había fruta, verdura y caza de cada estación. Iban a charlar con ellos y les dejaban setas, manzanas, patatas, lechugas y lo que nunca pudo soportar: lagartos. Esos bichos que a ella le repugnaban. Pedía por favor que no se pusieran en la nevera, o que le dijeran que no la abriese, porque no resistía la impresión de ver al bicho, por muy exquisita que fuese su carne, mirándola desde el plato con esos ojos fríos, esa piel escamosa y esa barriga blancuzca abultada. No podía con esa visión. Jamás quiso probarlos.
En cambio las setas le encantaban. En otoño la madre mandaba a los dos a buscarlas por los alrededores: adoraba el olor a tierra mojada, andar pisando las hojas pardas y crujientes, buscar por entre los helechos vivos esos seres raros, de formas caprichosas que estaban tan buenos a la plancha, o en arroz o simplemente asados. “Tened cuidado, ¿eh? Que no todas se pueden comer; no cojáis ninguna de la que no estéis seguros”. Y los niños miraban las peligrosas de lejos, bellas, rojas, con sus puntitos blancos y se llevaban en su cesta de mimbre las buenas, anticipando la cara de satisfacción del padre, un goloso, cuando las viera desparramadas sobre la gran mesa de madera basta de la cocina. “Ah, mis pequeños recolectores” y entre todos empezarían a limpiarlas y hasta harían conserva para comerlas cuando no hubiese en los montes. Carmen adoraba confitar; le daba igual que fuera dulce o salado: el olor de los pucheros; el humo y calor que desprendían; hervir los botes previamente acumulados en la alacena a la espera de que se les diera vida; el ponerse su delantal cosido por ella misma, el sentirse mayor manipulando alimentos era un sentimiento que la reconfortaba y que le acompañó siempre: Cuando cocinar ya no fue un juego, jamás dejó de buscar entre las cacerolas el alivio a la tristeza que surge esporádicamente de los días; las frustraciones las combatió siempre cocinando.

jueves, 1 de agosto de 2013

Relato, 3 Parte; Tierras Umbrías

Ahora recorría la calle principal del pueblo donde pasó su adolescencia. Antes había ido a despedirse de la casa grande, la que estaba junto a las vías del tren, la que el pueblo cedía a los jefes de la estación de ferrocarril. Lo que era su padre. Donde vivieron los cuatro tras el traslado. Los niños, excitados, recorrieron todos los cuartos de la gran casa: había tantos y eran tan grandes que hasta pensaron que podrían perderse en ellos y constantemente se paraban para escuchar a los padres que iban dando órdenes a los transportistas, sobre todo la madre, para que los bultos no estuvieran demasiado desorganizados: “Ay, eso con cuidado que es la vajilla de las fiestas”, “Esto aquí. No, no, aquí mejor”. Los hermanos se sentían seguros y utilizaban el eco de las palabras para orientarse.
La casa era fría, los antiguos dueños, un matrimonio mayor, había vivido en la parte de abajo, clausurando todo el primer piso; ya no podían subir escaleras y se acoplaron con comodidad pero sin lujos abajo, como para no molestar se acurrucaron en el salón, y hacían vida en la cocina, una enorme a la que la madre ya le estaba tomando el pulso. “Mira, Antonio, qué horno de leña más bueno. La de empanadas que vamos a hacer aquí”. La madre, María, aunque estaba asustada del trabajo que tenía por delante con ese caserón medio abandonado, no se acobardaba. Miraba las telarañas, los suelos sucios, las paredes desnudas, el ambiente triste y en su imaginación ya había terminado de limpiar, sacudir, lavar, airear y cada rincón estaba a su gusto, cada armario vestido, los cuartos decorados; todo en su sitio. No se dejaba desanimar. Los defectos los convirtió enseguida en virtudes: “En esta casa tan enorme sí que podrán venir todos a visitarnos”.Y así fue. Carmen recuerda su infancia dentro de una casa siempre llena de amigos, familiares y vecinos, el caserón casi quedaba chico, en él resonaban las palabras, confidencias, risas y a veces, riñas, de todos los que pasaron por ella: “Pero María, mujer, nunca dices que no a nadie”, “¿Cómo voy a negar un lugar para dormir a tu familia o la mía o a los amigos, sobre todo ahora en estos tiempos tan duros?” “Sí tienes razón, pero...” , y ella sabía perfectamente a lo que se refería su marido. “Mira, en esta casa nunca dejará de haber una cama y comida para los nuestros, que con huevos y patatas todos comen”, y Antonio asentía, le acariciaba ligeramente el hombro, y salía a ver las vías donde no dejaba de trabajar cuidando él solo de la única estación de la zona, llevando la puntualidad al milímetro, aunque nunca dejó que eso le nublase las prioridades; si alguna vez había de retrasarse el tren porque, por ejemplo, Don Gabriel, hombre puntual donde los haya, no estaba allí a las ocho treinta cuando el tren partía para la capital, hacía que el maquinista esperase hasta que lo veía aparecer, apurado, con la excusa siempre veraz de su retraso, nunca más allá de cinco minutos, y casi sin aliento le sonreía mientras subía al vagón para ir a sus quehaceres diarios. Sabía conciliar la amabilidad y la profesionalidad; se hizo de querer pronto por todos.