“Tu hermana es una
arpía”. “¿Y qué quieres que haga?” “Pues no vayas”. “Mujer, he de ir, quédate
tú si no te apetece, pero mamá… “ “Sí, claro, la excusa ideal. Sabes
perfectamente lo que quiere; más dinero, y yo no estoy dispuesta”. Alberto
hastiado, cansado de la eterna conversación, intentó ponerse en su sitio, uno
que había perdido antes de ocuparlo. “Pues no vengas”. “Sí, eso, y así te podrá
ningunear y sacarte más dinero para cuidarla. De eso nada, voy contigo”. Y le
dio el día, el viaje en coche y no cambió de actitud hasta que le abrieron la
puerta en casa de la hermana. Saludó a la cuñada con una gran sonrisa y empezó
a alabar las mejoras de la decoración con una ironía hiriente que era imposible
que pasara desapercibida. Temía la vuelta a casa. Él se acercó a su cuñado, y
dándole la mano, se fueron al jardín a no decirse nada, después de darle dos
besos a la huraña de su sobrina que decepcionada comprobó que no era el primo
quien había llamado al timbre.
Alejandro fue el
tercero en llegar junto con sus padres, los tres más bien callados, y con una
tensión que se podía cortar, entraron para completar el número de asistentes a
la cena. Saludaron al resto y la anfitriona, con la sonrisa falsa y nerviosa
pegada a los labios, que se le había puesto desde el primer timbrazo, ordenó a
Elena, la chica interna, que sirviese la cena. Dijo dónde tenían que sentarse
todos y una vez colocados, tras el ajetreo de sillas y servilletas desplegadas,
dejó que un silencio incómodo y espeso se instalase entre todos. Los entrantes,
unos fiambres comprados para la ocasión, ayudó, al menos, a tenerles ocupados.
Las primeras frases se gastaron en albar la cena, no con gran entusiasmo, ya
que lo que se servía tampoco era para tanto, pero rompió el silencio denso para ocuparlo por un
silencio más ligero.
Santiago sudaba a
medida que iban acabando los platos, conocía a su mujer y sus sonrisas falsas
no le engañaban, suponiendo que a los demás tampoco. A su lado estaba el
hermano mayor de su mujer, Alejandro, que serio, se limpiaba la boca tras haber
mojando en la salsa; tenía la actitud del cazador avezado que no se va a dejar
sorprender por la presa, a pesar de lo mucho que cueste tenerla a tiro, sabedor
de que no va a errar. Su mujer, Carmela, una coqueta insustancial, tan estúpida
como a simple vista parece, le miraba de allá para cuando, con el miedo de quien
tiene una orden que cumplir y no sabe si meterá la pata, si será capaz de
llevarla a cabo; observaba todo con sus ojos agrandados por el excesivo
maquillaje que no cubría completamente las imperfecciones y signos evidentes de
una edad que quería ocultar. El hijo, guapo pero insulso, no seguía para nada
los intentos de Sara para conversar, haciendo que la muchacha quedase patética
al reírse sola de sus propios comentarios. Al lado de su hija, sentada con la
rigidez que la caracterizaba, estaba su cuñada, con la cara de quien no va a
dejar pasar ni una. Llevándose a la boca la cena como si estuviera envenenada.
“Una lástima de cena”. Suspiró y deseó que no fuese demasiado catastrófico el
desenlace.