No era Alejandro,
sino la tía Marisa con su marido, Alberto. Era la pequeña, aunque a estas
alturas, con los cincuenta bien cumplidos, quedaba ridículo que lo estuviese
recordando continuamente, no tuvo hijos, “Por egoísta, y ahora mira, más sola
que la una” decía siempre con un reproche y una maldición velada, que el marido
nunca acabó de entender de su mujer, la anfitriona de la cena. Eran cuatro
hermanos, dos chicas; Marisa y ella, Marta, y dos chicos; Alejandro, el mayor y
Andrés el segundón, como despectivamente le llamaba también su mujer; “Ése
nunca hará nada, ya verás” y de nuevo le sumía en la atmósfera amarga con la
que rodeaba a la familia, “Son todos unos don nadies que se creen dioses.
Siempre criticando y dándose aires, y diciendo qué se ha de hacer; ellos los
perfectos, y mira, ¿quién es la que se ha quedado a mamá? ¿Quién es la que
carga con todo? ¡Ellos no, claro!, ellos sólo saben criticar y escurrir el
bulto. ¡Pues se acabó! Ya estoy harta”. “Vale, cariño, tranquila, no te
sulfures. Haz lo que tengas que hacer”. y se marchaba con el periódico al
jardín, esperando que se le pasara el enfado, sabiendo que hasta la siguiente
factura aguantaría sin despotricar. Por eso le extrañó tanto que así, en frío,
le dijera, camuflado en consulta, que iba a dar una cena para los hermanos. “¿Cómo lo ves, cielo?” Y él que sabía cómo tenía que verlo, le dijo
que “adelante, cariño, seguro que es una buena idea”. Y sin más, viéndola
contenta tras la inútil aprobación, se olvidó. Hasta hoy; el día de la cena.
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