A las siete el primero.
Si antes de saberlo estaban asustados -aunque alguno había aún, que todavía sólo se preocupaba por el
mero retraso en una cita, o el inconveniente que el incidente pudiese tener en
su pequeño día-, saber que podían ejecutar lo dicho, les obligó a encararse a
cada uno con sus miedos. Al vacío negro del tiempo al detenerse. A los
proyectos de lo no vivido. A la certeza de que lo realizado siempre será
insuficiente.
Todos miraron con alivio, aunque sólo fuese por unas horas, al
hombre de la chaqueta azul que fue el primero en ser apartado de ellos.
Ahora, el grupo de tres, aumentó a cuatro y los diecinueve
restantes dejaron de atenderles para repasar sus vidas y lamentar la casualidad
de haber entrado hoy, precisamente ahora, en el edificio. Nadie tenía una razón
que los justificase en ese maldito recinto, incluso los que ahí trabajaban.
“justo hoy después de la gripe, un día más y…” “por no querer acompañar a mi
suegra al médico”
El hombre de la chaqueta azul no sabía cómo actuar. El cigarro le
habría dado cinco minutos de familiaridad con sus movimientos. Al habérselo
negado, se quedó quieto, de pie, extraño a sí mismo, sin atreverse a sentarse
ni en la silla que tenía a su derecha ni en el suelo.
En esa postura se cansaba, llevaba
así más de seis horas, desde que entró. Justo diez minutos antes de que
lo hicieran los tres, amenazando, gritando. Hubo confusión, el ambiente se fue
enrareciendo.
Primero la incertidumbre, la negación del peligro real, todos lo
disfrazaban de una mera experiencia. “Algo que
podré contar”. Más tarde, ya con las voces de la policía amplificadas desde
fuera, vino el temor.