Nadie había subido a
ver a la madre, anciana inválida, que desde arriba se enteraba de todo, porque
sus facultades mentales estaban intactas. No era la primera vez que era testigo
de semejante sangría. Su mente estaba tan lúcida como maltrecho su cuerpo.
Pidió a Elena, la sirviente, una chica dulce y educada que la cuidaba, que la
incorporase un poco, y abriera la puerta para poder escucharles. “¡Ay, hija! De
verdad que me apena que tengas que oír esto”. “No se preocupe, señora”. Y
disimulaba, como si los que estaban sacándose los ojos no fueran carne y sangre
de la anciana cariñosa y amable con la que pasaba las tardes, leyéndola,
sacándola a pasear y aprendiendo de las anécdotas que ninguno de sus nietos
quiso ser depositario. “Anda cierra ya. Aburren, siempre con lo mismo”. “Si”,
“¿Quieres jugar un rato a las cartas? Con este ruido me será imposible
dormir”. “Vale, buena idea. ¿a qué le
apetece jugar?” “A la canasta, ¿quieres?” “Sí”. Y Elena, cerró la puerta, cogió
la baraja del cajón de la mesita y empezó a repartir.
La anciana la miraba
con cariño y respeto. Estaba tan a gusto con esa joven llena de vida, ganas de
aprender; le había aconsejado estudiar y ella, ilusionada le preguntó si
valdría, “Claro que sí, preciosa. Yo te ayudaré”.
Y se matriculó, y entre las dos estudiaban para los exámenes, visitaban museos
y cines.
“Qué cariñosa es ¾se decía, como muchas otras veces, cuando la observaba
moverse, atenderla, estudiar concentrada¾. Cuánto se va a sorprender, y no
sólo ella, cuando se lea mi testamento y sepa que se lo dejé todo.”
“¿Tiene buena jugada,
señora? No para de sonreír, seguro que tiene una buena baza y gana”.
“Seguro, no lo dudes,
pequeña. Seguro”.
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