“¿Está todo
preparado?” La pregunta hecha cientos de veces esa tarde recorrió la casa y
obtuvo tres respuestas afirmativas cansadas de repetirse y al unísono. “Sí,
señora”; “Sí, mamá”; “Sí, cariño”. A
pesar de oírlas, no las escuchó, y la mujer siguió con la actividad inútil de
quién no sabe qué hacer y quiere hacerlo todo. “¿Qué hora es ya?” “Las siete”
“Dios mío, qué tarde, ¿cómo es que aún no ha venido nadie?” No hubo respuesta;
estaban cansados y todavía no había ni empezado la cena. Una cena incómoda
tanto para los que estaban en casa como para los que no habían llegado. “No es
una buena idea, cielo, piénsalo bien. No va a funcionar”. Pero el sentido común
del marido no tenía ascendente sobre su esposa, que cuando se empeñaba en algo,
no había más que hacer. “Tenemos que reunirnos, es imprescindible. Nadie quiere
responsabilizarse y yo estoy harta que me den largas. Sabes que es necesario:
todo ha de quedar claro antes de que mamá… “ y en ese punto, invariablemente se
paraba. No le gustaba ni le parecía delicado acabar lo obvio. Había aprendido a
vivir sin enfrentarse a lo desagradable, si podía evitarlo. “Sigo creyendo que
no es una buena idea.” Dijo Santiago, más por costumbre que por reivindicar su
postura ya que pocas veces, más allá de la mera cortesía en preguntarle, se le
escuchaba la respuesta. “Por Dios, qué tarde”. Y corriendo de un lado al otro
del comedor intentaba que el tiempo hiciera lo mismo. La hija, cansada y de mal
humor porque esa noche la obligaban a estar en casa, habiendo tenido que anular
una cita con sus amigos, decidió hacer patente su disconformidad por todos los
medios posibles; no contestando, hasta que el peligro de una bofetada era
inminente, no ayudando en nada a fuerza de ser incompetente en cualquier
encargo, estar sin arreglar, y ahora, a punto de que empezasen a llegar, irse a
su cuarto. No quería estar allí. Se sentía víctima y arrastraba su desdén en un
silencio que ella pensaba digno y contestando con unos monosílabos más
parecidos a gruñidos que a respuestas.
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