jueves, 24 de septiembre de 2015

Relato, 2 Parte: La cena

No era Alejandro, sino la tía Marisa con su marido, Alberto. Era la pequeña, aunque a estas alturas, con los cincuenta bien cumplidos, quedaba ridículo que lo estuviese recordando continuamente, no tuvo hijos, “Por egoísta, y ahora mira, más sola que la una” decía siempre con un reproche y una maldición velada, que el marido nunca acabó de entender de su mujer, la anfitriona de la cena. Eran cuatro hermanos, dos chicas; Marisa y ella, Marta, y dos chicos; Alejandro, el mayor y Andrés el segundón, como despectivamente le llamaba también su mujer; “Ése nunca hará nada, ya verás” y de nuevo le sumía en la atmósfera amarga con la que rodeaba a la familia, “Son todos unos don nadies que se creen dioses. Siempre criticando y dándose aires, y diciendo qué se ha de hacer; ellos los perfectos, y mira, ¿quién es la que se ha quedado a mamá? ¿Quién es la que carga con todo? ¡Ellos no, claro!, ellos sólo saben criticar y escurrir el bulto. ¡Pues se acabó! Ya estoy harta”. “Vale, cariño, tranquila, no te sulfures. Haz lo que tengas que hacer”. y se marchaba con el periódico al jardín, esperando que se le pasara el enfado, sabiendo que hasta la siguiente factura aguantaría sin despotricar. Por eso le extrañó tanto que así, en frío, le dijera, camuflado en consulta, que iba a dar una cena para los hermanos. “¿Cómo lo ves, cielo?” Y él que sabía cómo tenía que verlo, le dijo que “adelante, cariño, seguro que es una buena idea”. Y sin más, viéndola contenta tras la inútil aprobación, se olvidó. Hasta hoy; el día de la cena.

 “Tu hermana es una arpía”. “¿Y qué quieres que haga?” “Pues no vayas”. “Mujer, he de ir, quédate tú si no te apetece, pero mamá… “ “Sí, claro, la excusa ideal. Sabes perfectamente lo que quiere; más dinero, y yo no estoy dispuesta”. Alberto hastiado, cansado de la eterna conversación, intentó ponerse en su sitio, uno que había perdido antes de ocuparlo. “Pues no vengas”. “Sí, eso, y así te podrá ningunear y sacarte más dinero para cuidarla. De eso nada, voy contigo”. Y le dio el día, el viaje en coche y no cambió de actitud hasta que le abrieron la puerta en casa de la hermana. Saludó a la cuñada con una gran sonrisa y empezó a alabar las mejoras de la decoración con una ironía hiriente que era imposible que pasara desapercibida. Temía la vuelta a casa. Él se acercó a su cuñado, y dándole la mano, se fueron al jardín a no decirse nada, después de darle dos besos a la huraña de su sobrina que decepcionada comprobó que no era el primo quien había llamado al timbre.

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