martes, 2 de julio de 2019

Fragmento de En esa delgada línea


Era una tienda difícil de ver; a pesar de estar a la vista, se camuflaba entre los bajos brillantes de los puestos del mercado: frutas, verduras, pescados sumergidos en hielo, carnes colgantes, especias, frutos secos, panes, pastas, hilos, telas, bebidas, refrescos, cacerolas, sartenes, cazos de mil tamaños, alpargatas. Un batiburrillo de olores, colores, sensaciones, gentes, voces, murmullos, sonidos, ecos. Ese torbellino especial que se da cuando se vende y se compra; la competencia por atraer la atención de lo que se expone, el cuidado para elegir bien lo que se quiere, el deambular de los curiosos que distraen su ocio interesándose por todo y por nada. Como yo mismo, que me paseaba en días de mercado para sentirme parte de ese ajetreo ancestral de encuentros, deseos, novedades, noticias y frustraciones.
Entre ese barullo, chocaba la tienda oscura, polvorienta, que parecía clausurada a simple vista, hasta que uno se asomaba a lo que debía ser su escaparate, con cautela, por lo sucio del cristal, donde si tenías la paciencia de enfocar adentro el tiempo necesario para habituar la vista a la negrura, se veían varios animales disecados esparcidos por aquí y allá: un águila en una mesa, varios gatos sobre una tarima, telas, pieles, bártulos extraños, bramante, botes, y lo más sorprendente: un oso negro sentado en el sofá, debajo de un rótulo que mejor estaría afuera, donde se leía: Taxidermista.
Cada semana que iba, tras fijarme mucho, notaba ligeras variaciones: un gato cambiado de posición, los botes menos llenos, las herramientas desubicadas, el oso más inclinado en su sofá. Jamás vi ni al dueño ni a los clientes. Me gustaba porque parecía que el tiempo ahí se llenaba de polvo, estancado, como si dentro el reloj marcase una pauta distinta, más lenta, más eterna.
Pasaba el rato manchándome la frente contra ese escaparate, imaginando cómo sería preservarse de las horas; igual ahí, todo era como a cámara lenta, alargando la vida, creando un hueco donde nadar contra los minutos. Dos ritmos diferentes. Puede que los animales no estuviesen disecados, sino vivos, esa quietud aparente era el resultado de esa escisión de la pauta del tiempo.
Lo incomprensible entonces sería la presencia del águila y el oso: qué hacían ahí; se me ocurrió que era una zona de naufragio, donde la resaca acercaba los restos de animales y objetos que zozobraron en el tiempo, saliéndose de él indefensos, arrastrados por la corriente temporal, arrojados a esta orilla que es la tienda sin horas.
Eso explicaría tanto lo de su camuflaje, inmutabilidad y ausencia de realidad, como lo absurdo de su contenido.





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