lunes, 16 de junio de 2014

Canicas

Recuerdo que lo que más me gustaba de las canicas, era su interior; esas formas imposibles como de helados de cucurucho de mil colores, qué figuras más caprichosas. 
Me pasaba horas observando mis preferidas,  las que nunca sacaba a jugar, no fuese que las ganase alguien. Esas las guardaba en una bolsita aparte, de terciopelo azul oscuro que se cerraban con un cordel de raso también azul, más claro; lo mejor para las mejores.
Lo que me intrigaba era cómo se metía dentro del cristal esas maravillas, sería genial sacarlas del encierro, tenerlas en la mano. De ese idea es fácil ver venir la siguiente. Sí. Pero lo complicado era romper solo la cáscara para liberarlas.
Probé con las más feas. Eso no se rompía. Imposible. Pensé atrocidades, entre ellas, usar azoteas y la gravedad; trenes y sus raíles; martillos contra el suelo. Solo quedaron en proyectos, porque ¿y si se paseaba alguien justo mientras la bolita caía, y si descarrilaba el tren, y si rompía el suelo? Las consecuencias posibles me frenaron el intento. Es de agradecer.
No recuerdo cómo pero sé que logré partir, una tarde, una de las canicas. Fue terrible, ahí no había figura alguna: era parte del mismo cristal, no una burbuja que rodease a nada, una amalgama basta de vidrio coloreado.
Aún recuerdo la decepción. Lo que no me ha impedido nunca, empeñarme en buscar el fondo de las cosas.

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