viernes, 15 de enero de 2016

Primeras páginas de Errantes

Soy Alba, o mejor dicho, lo seré dentro de nueve meses, cuando mi madre, que acaba de saber que me espera, tras un parto difícil vea, a la vez, nacer el día y a mí; de esa coincidencia viene mi nombre.
Tengo un don que he de aprender a manejar desde aquí, si no quiero que se convierta en maldición: sabré ver dentro del alma de los demás. Nadie me mentirá sin que lo sepa, el disfraz de las palabras será transparente. Es un don terrible y peligroso, habré de dominarlo a la perfección. Si lo consigo, podré cambiar cualquier acontecimiento antes de que pase; lo que ocurre sucede porque se ha pensado antes.
Por lo pronto, voy a alterar el destino de mi madre.
Ella, por supuesto, ya tiene nombre pero nunca lo dice; es muda y analfabeta, así que deja que los demás le pongan el que quieran cada vez, aceptándolos con una suave sonrisa; en mi madre todo es dulce y delicado. Es una mujer menuda, frágil, que vive una vida equivocada. Yo le daré un giro a su destino, bueno, en realidad lo hará mi padre. Él sabrá quererla.
La vida de mamá solo ella la sabe; no debió de haber sido fácil, otra persona cualquiera quizás no la hubiese sobrevivido, pero mi madre, de apariencia tan desvalida, es resistente a cualquier adversidad. Sé su secreto, no ha podido ocultármelo a mí, que estoy en ella. Ha aprendido a salirse de la realidad; si el cariz que toma es peligroso o desagradable, deja su cuerpo solo, mientras se refugia en una esquinita de su mente. Ahí tiene escondido lo más bello que ha ido encontrando a lo largo de sus días: una muñeca con tres vestidos, dos muy bien confeccionados y el tercero más bien torpe –creo que lo hizo ella misma–; cuentos de dibujos brillantes, y uno especial, que al abrirlo y girar las páginas, muestra en relieve lo que dicen las letras que nunca aprendió a leer; hoja tras hoja surge, de la nada, un palacio de cartón protegido por una fosa profunda habitada por cocodrilos, un bosque de árboles milenarios que susurran contra el viento sabios consejos, un gran pez de fauces abiertas a punto de tragarse un anzuelo, una montaña nevada que esconde tesoros de enanos avaros, y, al final, una mesa vestida de banquete real.
En su rincón hay muchas cosas; juego con ellas ahora que las tengo a mano, porque cuando nazca, lo ocuparé casi todo, desplazándolas un poco, lo justo para que a mamá le quepan recuerdos míos.
Se conoce su vida a partir de cuando tenía más o menos diecisiete años, tres menos que ahora, porque la encontró su patrona actual y desde entonces, ya hay gente conocida en el pueblo a quien preguntar que ha ido entrelazando sus días con los de ella y que creen sabérsela; no se encontrará a nadie que tenga la sensatez de pensar que quizás no es la que ven; que solo hayan sido testigos de tres años de su existencia, no les preocupa ni poco ni mucho: es la muda de la Casa Verde. Con esa generalidad, algunos detalles y novedades que aportan para avivar las tertulias, no siempre animadas del casino, dan por cerrado el pasado, el presente y el futuro de mi madre.
Dentro de unos años se encontrará, por los caminos, con su infancia, pero a quien va a conocer esta tarde, es a una prostituta retirada, que en su jubilación regenta la casa más elegante de toda la zona: la Casa Verde, y es curioso porque no está, ni nunca estuvo, pintada de ese color, ni por dentro ni por fuera. En realidad nadie sabe muy bien el porqué de ese nombre: lo lógico sería la Casa Roja, pues de ese color es tanto el interior como el exterior, incluidos los marcos de las ventanas, unos cortinajes pesados de terciopelo granate, y las luces indirectas de tono rojizo responsables de un ambiente bastante tétrico nada más entrar, que ayuda, sin embargo, a crear esa atmósfera irreal que tranquiliza a los clientes, auxiliándoles en su propósito de olvidar que están ahí, habiendo dejado afuera, a plena luz del sol, las buenas costumbres, remordimientos, temores y responsabilidades.
Por fuera la casa es como cualquier otra; su discreción es lo más meritorio, lo que la ha convertido en la más frecuentada de los alrededores. Aunque no engaña a nadie.

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