miércoles, 3 de agosto de 2016

Objetos olvidados

A veces, las cosas más sencillas, más simples nos atrapan en su simplicidad, en su entrañable modo de ser, de entregarse.
Me refiero a esos objetos casi primitivos que ahora quedan relegados a museos etnológicos, o al fondo de los armarios de los abuelos. Me encantaba ver moler el café en esas cajitas cuadradas, de madera casi de café, tanto por el color, como por el olor de tantas veces moliéndolo, que se abría por una esquinita y entraban los granos fuertes, enteros y que con una manivela se les iba moliendo, reduciéndolos a polvo, y que parecía fácil y cuando insistías mucho para que te dejaran moverlo, se te cansaba la mano y no crujía con el mismo ritmo que a ella, o la chocolatera, que con la maza iba esponjando el chocolate, o ese ajetreo de palillos que se movían luchando para crear una puntilla, enganchados los hilos en alfileres y bailando un vals sólo conocido por la mano y los bolillos, de donde surgía una tira de espuma de hilos y vacíos... cómo sonaban, cómo olía el café, el chocolate, qué hermosos esos utensilios hoy tan lejanos, como el botijo, ese objeto de barro, que sudaba para que el agua viviera siempre fresca, siempre dispuesta a derramarse por tu boca abierta a la espera de ese chorro que nunca parece llegar y que luego se desborda por toda la cara..., y te da risa y lo dejas agradecido, hasta la próxima sed. Si es porrón, tendrá vino, como la bota, esa de cuero vuelto... o la navaja que servía para todo... esos objetos humildes que ya no están, que se extinguen con apenas un suspiro, sin querer molestar, los que fueron la tecnología de los abuelos de nuestros abuelos.
Qué entrañables objetos, ahora, imposibles.

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