domingo, 9 de diciembre de 2012

Telas

Cuando chica me entusiasmaban los nombre de los tejidos y el mundo que los rodea: seda cruda, chantilly, franela, organza, blanco roto, puntilla, cenefa, griega, organdí... me parecían más nombres de postres que telas. En vez de ver vestidos imaginaba pasteles, nata, chocolates. Me era imposible creer que esos nombres definieran otra cosa.
Tuve la suerte de poder pasearme de niña entre rollos de telas, botones dorados guardados en esas cajitas marrones que se abrían sin abrirse del todo para evitar que se cayeran, y señalados con una muestra del botón que contenían; me encantaban. Y ver cómo el sastre pintaba con grisú sobre las telas, mientras miraba sus notas, incomprensibles, de las mediciones que hacía antes a sus clientes con un metro que llevaba colocado al cuello para medirlo mientras le obligaba a moverse como él quería, "A ver, suba los brazos, mueva la cadera", mientras anotaba o dictaba cifras y nombres divertidos en la libreta que luego miraría para trazar ese cuerpo sobre la tela elegida; 23 de sisa, 70 de cintura.
También recuerdo el aparato que servía para afilar el grisú; una jaulita con láminas en la parte de arriba que permitía moldearlo y dejaba que el polvo fino fino cayese dentro. Cuando no me veían abría la caja y metía el dedo para probarlo; me gustaba ese sabor que me recordaba las telas de nombres de postres.
Y los hilos y las agujas y los alfileres y los mostradores de maderas nobles y olorosas y la gente cosiendo y hablando sin perder puntada.
Esos recuerdos siguen vivos y el no ser capaz de ver tejidos ante nombres como nylon o muselina también.

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