martes, 21 de mayo de 2013

Falsedades

Las mentiras.
No sólo vivimos con ellas, sino entre ellas y de ellas. Es una especie de entramado social casi necesario para sobrevivir a las verdades imposibles de aceptar, asimilar, o simplemente decir. No se suele aceptar casi ninguna. La sociedad ayuda a limarlas, a solaparlas.
La primera vez que un niño se topa con la mentira, con alguien que le ha engañado, le escuece hasta las lágrimas, hasta el desgarro de la inocencia.
La sociedad está basada en ellas, tapamos verdades de todo tipo y condición; desde no comentar lo mal que le queda a uno un vestido o peinado, hasta secretos oscuros y peligrosos.
Esa verdad nos la ocultamos a nosotros mismos, por amenazante, porque podría desmontar el precario equilibrio de esa red trenzada por conveniencias, mentiras y verdades a medias; hasta que nos estalla por dentro, despreciando el statu quo social, y enfrentándonos a nuestra propia conciencia, la que teníamos de niños antes de mirar cara a cara a la falsedad. Si nos supera, entramos en la neurosis, pero si la superamos, crecemos más allá de lo social, dejamos sus mentiras para obtener nuestras verdades. Tan duras siempre. Tan necesarias.
Nada hay más aterrador, nada más difícil de asimilar, que encontrarte con la verdad desnuda, sin lazos ni adornos sociales, tal cual es. No estamos preparados para ella. Y superarla nos lleva tiempo. Mucho.
Toda sociedad está basada en el engaño, lo que trasciende al público, nunca es lo real. Lo que se quedan los que manejan los hilos, tampoco. Es más profundo que todo eso; es la incapacidad de comunicar abiertamente lo que sentimos, lo que somos, lo que anhelamos. Sólo los locos y los niños muy pequeños, aquellos que no se han enfrentado a la primera mentira, son los únicos que se atreven a desafiar las normas secretas establecidas. Luego, los segundos, se irán socializando, se les irá introduciendo en el sutil mundo de los engaños, entramados sociales turbios y sinceridades interesadas.
Antiguamente, en algunas civilizaciones, eran a los orates a quienes se les confiaban sus oráculos; sabían que por ellos, ajenos a la norma común, se decía lo que se pensaba.
Así se veía mejor el futuro, viendo cara a cara el presente desnudo.

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