No es que fuera un
niño apagado, es que no hablaba. No podía. Había aprendido a leer
los labios, su mundo silencioso le era agradable; no se echa
de menos lo desconocido. Tristán había crecido entre
sombras de susurros, bocas abiertas sin sentido,
envuelto entre caricias y gestos. Pronto descubrió que las manos
hablaban, que los dedos bailaban un lenguaje suyo que también
describía el mundo. Su madre le contaba cuentos con esa danza, a
veces, usaba la luz tapándola con las manos para proyectar figuras
negras contra la pared blanca que le representaban las historias que
todo niño ha de conocer para soñar.
Tristán, inquieto y curioso, creció en silencio, pero no sin ruido propio. El
mundo le atraía, absorbiéndole mucho más que a sus compañeros que quizá, el sonido de las cosas les distraía más. Cierto que
no escuchaba cómo el viento susurraba a las hojas, pero era testigo del movimiento de las ramas; más de una vez vio su
rostro invisible que lo miraba atento, acercándose a acariciarlo
tras despedirse de los árboles.
Igual fue el viento quien desprendió un día ese trocito de corteza de álamo. Le cayó en la mano; lo guardó en su bolsillo. Al llegar a casa lo colocó sobre la mesa, cerca de la ventana. Se le iba el tiempo observando esa extraña forma de mandrágora. Ese hombrecito vegetal tenía algo que decirle; miraba con atención los labios que aún no entendía bien.
Igual fue el viento quien desprendió un día ese trocito de corteza de álamo. Le cayó en la mano; lo guardó en su bolsillo. Al llegar a casa lo colocó sobre la mesa, cerca de la ventana. Se le iba el tiempo observando esa extraña forma de mandrágora. Ese hombrecito vegetal tenía algo que decirle; miraba con atención los labios que aún no entendía bien.
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