viernes, 26 de febrero de 2010

Soñemos

La diferencia entre un niño y un adulto es que, para el primero, al no tener experiencia en el mundo, todo es posible. Todo. No es ingenuidad, es la creencia absoluta de que no hay nada irrealizable. Sus deducciones son de una lógica aplastante porque la realidad la ven tal cual, sin imposturas.

Para ellos que un animal hable es de lo más cotidiano, que las hadas lo puedan todo y las brujas lo impidan, es lo normal. Cuando nos derriten con sus comentarios, o nos llenan de ternura con sus apreciaciones, cuando se explican con esa lengua de trapo tan terriblemente desarmante, cuando nos muestran el mundo tal y como lo ven, nos recuerdan lo hermoso que era verlo así, sin la pátina de la experiencia, libre de leyes, acciones y reacciones, tan limpios de años como para creer lo que ahora nos cuesta tanto ni contemplar como posible.

Oír a un niño comentar lo que le rodea es una de las experiencias más gratificantes, hermosas y reales que hay, de esas por las que vale la pena vivir. Gracias a ellos no acabamos de olvidarnos de que el mundo es más de lo que creemos ver, que sus leyes son sólo constructos creados para entenderlo, que no sabemos nada a pesar de ser adultos, que ellos son más libres en él, con su capacidad de asombro infinito y credulidad, que nosotros, seres limitados por lo que aprendimos a ver, a entender que es. ¿Y qué es lo que es? Es lo que soñemos que ha de ser, y eso un niño lo sabe hacer muy bien.

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