viernes, 5 de abril de 2013

Décimas

No hay día que dure más que los afiebrados, en los que se intenta hacer vida normal sin estarlo, todo pesa; manos, pies, abrir los ojos. El tiempo no pasa. Te acuestas, envolviéndote en mantas y sueños extraños que te dan la sensación de que no has dormido nada. Miras el reloj y ves que sí, que ha pasado parte de la tarde, pero que todavía queda. Levantas el cuerpo, le das algo para rebajar la fiebre, que no paras de comprobar a ver si ya se va, pero no, queda para rato.Intentas distraerte con lo que sea, pero todo cansa, te vuelves a tumbar, cierras lo ojos, pero esta vez sin suerte. Desficioso, te llevas a la cocina, no paras de beber, anticipas una cena chapucera y aunque es aún pronto, das el día por acabado y te acuestas. 
Y si un día de fiebre es largo, no lo es nada al lado de la noche. Se dan vueltas y más vueltas, se caen mantas que antes quisimos por estar helados y luego rechazamos por lo que nos hacían sudar, es como si la temperatura corporal estuviera estropeada. Y esa sensación de que no se está descansando, de que no se pega ojo. 
Pero como siempre, todo acaba, y una mañana, te despiertas sin esa sensación de plomo en el ánimo y de dolor en los huesos; estás bien. La salud ha vuelto y ya sin echarla de menos, vives los días sin recordar lo mucho que la extrañaste. 
Qué triste que solo en su ausencia se valore lo más importante.

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