No hay
día que dure más que los afiebrados, en los que se intenta hacer vida
normal sin estarlo, todo pesa; manos, pies, abrir los ojos. El tiempo no
pasa. Te acuestas, envolviéndote en mantas y sueños extraños que te dan
la sensación de que no has dormido nada. Miras el reloj y ves que sí,
que ha pasado parte de la tarde, pero que todavía queda. Levantas el
cuerpo, le das algo para rebajar la fiebre, que no paras de comprobar a
ver si ya se va, pero no, queda para rato.Intentas
distraerte con lo que sea, pero todo cansa, te vuelves a tumbar,
cierras lo ojos, pero esta vez sin suerte. Desficioso, te llevas a la
cocina, no paras de beber, anticipas una cena chapucera y aunque es aún
pronto, das el día por acabado y te acuestas.
Y
si un día de fiebre es largo, no lo es nada al lado de la noche. Se dan
vueltas y más vueltas, se caen mantas que antes quisimos por estar
helados y luego rechazamos por lo que nos hacían sudar, es como si la
temperatura corporal estuviera estropeada. Y esa sensación de que no se
está descansando, de que no se pega ojo.
Pero
como siempre, todo acaba, y una mañana, te despiertas sin esa sensación
de plomo en el ánimo y de dolor en los huesos; estás bien. La salud ha
vuelto y ya sin echarla de menos, vives los días sin recordar lo mucho
que la extrañaste.
Qué triste que solo en su ausencia se valore lo más importante.
Qué triste que solo en su ausencia se valore lo más importante.
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